sábado, 27 de abril de 2019

EL ASEDIO: La liberación.

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A partir de mediodía un hematoma fue extendiéndose por el cielo. Los hados habían golpeado duro la tarde con sus guantes negros. El destino sobrevoló la ciudad en el vientre grávido de las nubes lóbregas, tumefactas, un vientre de bombarderos. A media tarde descargaron lo que resultó una rociada de amenaza, un pus estrujado de aquellos tumores cárdenos del cielo.
La calle Olmo es, o fue hasta entonces, recoleta y perezosa. Se encuentra flanqueada como viejos ujieres por olmos que custodian unifamiliares de ladrillo, enredadas en el sueño de la hiedra, y pulidos portales de edificios más recientes, ya resquebrajados de grietas. Grietas que reproducen las arrugas de sus inquilinos; el tiempo galopa allí donde nunca pasa nada. Galopa o se estanca, según el caso o la clase; también el tiempo es clasista o snob y se cuida de respetar a la nobleza. Porque las altas verjas de varias mansiones venerables parecen haberlo aprisionado tras sus filigranas de hierro colado. La farmacia de la última esquina podría elaborar recetas de inmortalidad. Las corrientes barren el presente de la calle, Olmo es un reducto de ancianos y niños, abuelos y nietos en sus paseos juguetones conjurados contra los adultos. Contraviniendo las órdenes del detective sin nombre, me presenté en la esquina de la farmacia para asistir a la liberación de Ángela. Gracias a Viento ofrecía la familiar estampa de un vecino que ha bajado a pasear el perro. Para relajarme, lo había recogido de casa de mi madre con la mala conciencia de un padre divorciado que aprovecha el horario de visita a su hijo para llevárselo un rato a la calle. En efecto, el intercambio de saludos con mamá fue tan protocolario como con la hipotética madre. Quizá el filo de su acerada mirada me imbuyó de los culposos nervios que me obligaron a acudir a Olmo. Era mía la responsabilidad de que Ángela se encontrara en aquella tesitura y hasta que no recobrase la libertad no podría respirar.
Había escampado. Lejos de lavar la calle y hacerla rebrillar con destellos de charol, aquella lluvia lo había percudido todo con la torpeza de un pintor chapucero. Una horda de vándalos parecían haber ensuciado las carrocerías y el mobiliario urbano, en los charcos temblaban ondas mercuriales, las fachadas rezumaban lágrimas negras.
A mi llegada, diez minutos antes de la hora, las ocho, el monovolumen negro ya estaba estacionado en doble fila a las puertas de El Retiro, el pub fijado. Supuse que el flaco de las muletas estaría al volante y el rocambolesco ogro detrás, vigilando a Ángela. Resollando en un chándal azulón pasó al trote una pelirroja de mediana edad, al llegar a la altura del monovolumen miró al interior y prosiguió su carrera hasta perderse entre los escasos viandantes. Me devoraban un miedo y una ansiedad insaciables. En cuclillas, acaricié el lomo del perro para tranquilizarme al tacto de su piel de terciopelo. Crispado, se puso a rugir y ladró un par de veces; fui yo quien le contagió mi tensión. No lejos, con su cepillo de cerdas rígidas un espigado barrendero reunía junto al carrito un túmulo de porquería. Me hicieron sospechar de él su impericia y el hecho de que vistiera un mono fosforito demasiado estrecho, quizá el culpable de su torpeza al incomodarle los movimientos. En todo caso me dio que pensar que no fuera su talla. Un chino alto y de cazadora negra tachonada de clavos acarreaba entre tintineos y zumbidos cajas de botellas desde una furgoneta al interior del pub. Otros dos orientales limpiaban con rodillos el escaparate. Todo hacía indicar que el local no estaba abierto a hora tan tardía. Lo cual, junto al rumor de que la mafia china colaboraba con Malatesta, me hizo sospechar que no era casual haber establecido El Retiro como lugar de la cita. En tal caso posiblemente retenían a Ángela en el interior del local.
Esporádicos vecinos arrastraban su aburrimiento como si tirasen de un perro enfermo o lo guardaban en carritos de la compra que portaban  con la actitud de indiferentes jugadores de golf. El tránsito rodado era anecdótico. Un enérgico ciego cruzó en diagonal en mi dirección, repiqueteando con un bastón eterno. A media calle reconocí su mandíbula de bulldog y la nariz aplastada. Era el padre de Ángela. Viento tensó la cadena con una batahola de ladridos. Cuando a la altura de una agencia de viajes se detuvo a valorar la amenaza de las nubes en el ceñudo cielo y después, como contrapunto, los soleados paisajes de playas tropicales inscritos en las ofertas del escaparate, los presentes, curiosamente pendientes de él, se mostraron suspicaces de aquel ciego avizorante y descuidaron, si cabe, sus labores. El barrendero dispersó por la calzada un aluvión de inmundicias. Los diminutos limpiadores guarreaban a tientas el escaparate. Una caja de botellas estalló en la acera, caída de las manos del que descargaba la furgoneta. Del interior del pub surgió una chaqueta amarillo limón ornada por series alternas de elefantes y topos pardos. Al otro lado de la calle, el inefable ogro se cogió los mazos de las manos en la espalda y empató con el falso ciego en la contemplación del cielo enmarañado. El policía intentó reparar su error despojándose de las gafas y ensayando volatines con un bastón que intentó hacer pasar por signo de distinción. Vigilaba al otro a través del escaparate. El bastón era demasiado largo para aquellos ejercicios e impactó contra el escaparate. Y en éstas, irrumpió con retraso calculado mi aliado, informe, borroso, casi algodonoso, derramado, desparramado en un traje de raya diplomática, provisto de un maletín de piel y un ramo de rosas rojas que parecía emitir una melodía de violín. El aceitado del cabello y el instantáneo bronceado confirmaban que emulando a su maestro había adoptado un disfraz, de galán potentado o yuppie enamorado. Pero su característica blandura, más que hacerlo adaptable o proteico, lo reducía a masa, mera posibilidad o potencia de convertirse en otro. Parecía imposible que su carne de plastilina, pura curva, se enderezase en ángulos o líneas. Al pasar a mi lado arrugó el rictus, a punto estuvo de patear a Viento, que le husmeó los zapatos italianos. El enfado por el desacato de sus órdenes hizo que momentáneamente sus carnes refluyeran y se contuvieran tras el dique de sus perfiles. Luego volvieron a desbordarse las aguas de su aparente abulia. Su ventaja radicaba en que parecía imposible que encauzara aquella inercia, que con un impulso pudiera canalizar sus fuerzas dispersas, su visible desgana, en una corriente de acción y voluntad que los arrastrara a todos y precipitara los acontecimientos. Pese a su aparente inocuidad, el gigante desvió su atención del policía para centrarse en él. Puso los brazos en jarra, ignoro si sospechó de él, si lo identificó como el vengativo sucesor de su víctima, el hombre de las mil caras, o como el contacto de la transacción. El maletín lo señalaba como tal. Al fin y al cabo solo me habían prohibido contactar con la policía; nada más natural que en la tesitura de liberar a Ángela hubiera yo recabado la ayuda de los detectives que aunque para otros fines ella misma se había agenciado. Lo cierto es que quizá como señal, no sé si de alarma, castañeteó los dedos. El barrendero se abrazó a la escoba como a una exhausta pareja de baile. El de las cajas se olvidó de soltar una de ellas. Los del escaparate parecieron advertir que lo estaban percudiendo. Por lo demás, el presunto galán se había detenido, como dudando cuál sería el portal de su última conquista y procurando orientarse por las terrazas y ventanas. Lo admiraba una anciana encorvada en un impermeable albo, que aguardaba a que su caniche dejara de olisquear el tronco de un olmo. Tal vez al chucho se debiera el nerviosismo de Viento, si no a la electricidad del ambiente. Sopló una corriente de silencio espeso, ondulado, polvoriento. Alguien sacudía una alfombra o una manta desde un balcón alto. Se acercaba un lento taxi cuyo paso pareció remolcar las postrimerías de la tarde, los últimos restos de la paciencia de aquellos hombres de acción. Supuse que el taxista estaría mirando los números hasta que se detuvo a una señal del falso ciego. Éste, además, hablaba por teléfono. Hubiera merecido más atención del chaquetas, obsesionado con el donjuán de pega. El cual dejó caer el ramo en una papelera –ya bastaba de paripés- para acunar el maletín significando que era mi enviado y que venía a efectuar el pago. ¿Dónde tendrían a Ángela? ¿Detrás del ventanal del pub o de las ventanas traseras del monovolumen? El mastodonte asintió y mi cómplice se acercó a él y le tendió el maletín. El recipiendario se dispuso a contar hojas de periódico. Presenciaban sus manipulaciones el descargador de cajas en un receso, los limpiadores a través del reflejo en el escaparate, y el barrendero de reojo. A todo esto, el taxista se había alejado sin llegar a un acuerdo con el ciego, y ante los apremios de su dueña el caniche se decidió a levantar la patita sobre el tronco. Devorado por la incertidumbre, clavado en la esquina como una señal de tráfico, estuve a punto de proferir un grito que desatara de una vez los acontecimientos. La pelirroja del chándal volvió a pasar, cumplida otra vuelta a su estadio imaginario; no dejaba de ser una actitud sospechosa. El falso ciego extrajo del bolsillo un pañuelo morado que flameó al viento como si fuera la señal de salida de una regata, y procedió a anudárselo al cuello.
Sobre la calle empezaron a diluviar regueros de detonaciones, desde varias ventanas de un tercero se precipitó una catarata de disparos, cayó una mortífera cortina de balas que impactaban sobre los autos, la acera y los gritos de los caídos. Salvo la petrificada anciana, todos se confundieron en un pánico de alarma y desesperación. El caniche olisqueaba el mono ensangrentado del barrendero, tendido en la acera. La pelirroja reemprendió la marcha sobre sus pasos, en sentido contrario, y también practicó el salto de longitud sobre el cuerpo de uno de los limpiadores. Se abrió la puerta del chófer del monovolumen, cayó la muleta y la siguió su dueño, el flaco, derribado como un bolo. Bajo la carrocería desaparecieron los mocasines del donjuán, mi cómplice, que reptaba para ponerse a cubierto de los impactos. Guiada por quien la descargara, el chino de la cazadora, la furgoneta maniobró hasta salir a la calzada y se detuvo unos metros más adelante. Debía estar blindada, los disparos rebotaban contra su disimulada coraza. De alguna parte surgió el segundo limpiador, que en su carrera hacia la furgoneta utilizó a la anciana de escudo, y solo entonces dejaron de acribillar la calle. Saltó al puesto de copiloto, ella cayó de bruces y partió la furgoneta bajo una renovada tormenta de balas. La siguió un buen trecho el caniche ladrando rabioso.
Antes de escabullirme vi salir del pub a tres desconocidos y a la mole de la chaqueta, todos rendidos, con los brazos en alto, y a Ángela abrazada a su padre.

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