jueves, 25 de abril de 2019

EL ASEDIO: Espiando a un espía.


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No tardó en descomponerse el rompecabezas. Se me deshizo ordenadamente, como quien enloquece con argumentos lógicos o dice incoherencias de un modo coherente. Con un movimiento lento y centrífugo las piezas se desajustaron pero sin mezclarse en su caos originario, se fueron separando en principio sin rotar, y a través del espacio que empezó a separarlas aún se evidenciaba la correspondencia entre concavidades y convexidades, y cómo los bordes de las piezas se adaptaban unos a otros. Pero poco después las calles empezaron a vidriarse en figuras tintadas, el vidrio ahumado del aire fue apedreado y la realidad se me descompuso en una geometría irregular, los objetos se reventaban en fragmentos asimétricos que salían despedidos con una velocidad e imprevisión solo calculables por una ecuación divina. El estrépito del tránsito oscilaba en humosas sombras dentadas. Los peatones se escindían en sombrías paranoias, se desdoblaban en reflejos febriles. La ciudad fluctuaba al ritmo de la sombra de un incendio en una pared de roca. Todo era efecto del insomnio, del insomnio aderezado de miedo y culpa. Insomne, esperaba que la luz más tenue me cegara o deslumbrara; pero resultó al revés, todo lo veía sombreado, como a través de unas gafas de sol. Tal vez fuera el modo de protegerme, de mitigar el dolor que me esperaba. Resignado y fatal, me dirigía al garito de Silvio Malatesta a confesarle mi insolvencia y rogarle clemencia, al menos que me aceptara como rehén en el puesto de Ángela. Aunque a un tiempo puede que mis propósitos no fueran tan idealistas. Confieso que acariciaba la expectativa de conmover con mi gesto a Ángela al punto de que aplacara su factible indignación por verse implicada en mis embrollos y se aviniera a pagar la deuda. Quizá porque me aguardaban horas poco halagüeñas miré atrás: no lejos identifiqué la ondulación del cuerpo fláccido que enarbolaba la cabeza reducida del nuevo espía, tan contumaz como los de su calaña. Fofo, flojo, desgalichado, su decadente juventud puntualizada por la corrupción de una sonrisa sabia, disoluta y perversa, hacían pensar en ciertos universitarios salidos de las páginas de Evelyn Waugh, E.M. Forster o Anthony Powell. Dado que no me corría prisa entregarme a la piedad de Malatesta, antes de tener los movimientos controlados, me decidí a desentrañar los propósitos de mi perseguidor.
Entré en la copistería del experto en neutralizar resacas a base de Bloody Marys, le devolví con la vista el saludo sorprendido, me dirigí a la trastienda y, eludiendo pilas de cajas, abusé de la confianza de utilizar la puerta de servicio, donde los proveedores descargaban. Salí de la perpendicular, vi cómo cerca de la entrada principal me aguardaba el joven, que no se había atrevido a entrar en el local vacío, y sin que sorprendiera mi maniobra crucé a otro bar. Desde una mesa próxima a la cristalera vi cómo esperaba con la naturalidad de quien llega el primero a una cita en cualquier esquina, mirando de tanto en tanto la hora y entreteniendo la espera con trivialidades. Disfruté espiando a mi espía. Era un maestro. Sonrió a la locuaz frutera afanada ante una nutrida cola, a la anciana de luto que desde el primero lo roció regando sus geranios, al desabrido calvo del puesto de lotería. Transcurrido un tiempo prudencial, quince o veinte minutos, sin aparente desconcierto ni siquiera molestarse en mirar el interior de la copistería, echó a andar calle abajo, las manos en los bolsillos de los pantalones bajo los faldones de la americana de alpaca, los pasos desenvueltos, aliviado de que no se hubiera presentado aquel amigo tan pesado. Salté a seguirlo a prudencial distancia.
A paso plácido se alejó del centro. Los escaparates brillaban menos, los peatones eran más desaliñados, el estuco y el cristal de los edificios se convirtieron en ladrillo visto y conglomerado. Si cabe iba más relajado, de sus hombros desapareció toda tensión, encorvó el cuello ahora tan aflojado como el resto del cuerpo y adoptó el ritmo despreocupado de quien pasea a su perro. Supuse que me seguía por cuenta propia o no le preocupaba confesar a su mandatario que me había perdido. Controlaba la situación. Cedí a la sensación de que en vez de seguirlo era él quien como de costumbre me seguía a mí. Llegué a creer que yo era su imaginario perro y que atado por una cadena invisible a su voluntad iría detrás adonde me llevara. Cuando a la vuelta de una esquina lo perdí de vista supe que no lo había engañado, que de reojo me habría visto cruzar al bar de enfrente, y que si se había dejado seguir por mí era para hacerme venir adonde había querido. A mi izquierda, procedente de un zaguán oscuro me llegó la mala imitación de un ladrido. Me detuve, tentado de entrar por la puerta de par en par. Luego siguió un maullido chapucero. El tipo se había metido allí y me daba a entender que había finalizado aquel juego del gato y el ratón con la victoria del acostumbrado. Me adentré en aquella sombra sórdida. También yo cumpliría mi propósito de saber cuál era su verdadero juego.


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