miércoles, 3 de abril de 2019

EL ASEDIO: En mi calle.


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Ahora sí que repetía el destino de Wakefield, aquel misterioso personaje del cuento de Hawthorne, que después de muchos años a hurtadillas espiaba la puerta de su antigua casa. Solo que a mí me habían echado. En primera instancia intenté engañarme a mí mismo y a aquel público imaginario al que invocaba de vez en cuando intentando atraerme su benevolencia, presentando los hechos como si en parte me hubiera ido por voluntad propia, indignado por el espionaje de mi consorte, de suerte que el oprobio del caso no fuera tan manifiesto, pero ahora que analizo los acontecimientos a distancia, desde la cómoda ecuanimidad de mi nueva posición, desde una perspectiva realmente serena, y no la falsa tranquilidad de la que alardeaba en el pueblo –donde escribí todo lo anterior-, puedo reconocerlo todo sin ambages. Ahora soy otro. Me he convertido en un Felipe distinto al Felipe del principio.
Lo curioso era que el instinto, inconsciente o lo que fuera, me hubiera guiado allí, a mi antigua calle, y no al barrio universitario o al del ambulatorio, después de pasar casi veinte años en cada uno de ellos. Incluso antes de buscar alojamiento, arrastrando la maleta, había aportado a la mismísima calle Duende, el escenario de mi último año, el único vivido en pareja. Una arteria  que si bien late en el corazón de la ciudad y afluye en la aorta de ésta, respira serenidad y bienestar en el pulso del discreto tránsito de automóviles de alta gama, en el privilegiado silencio aromatizado por jardines comunitarios y perfumerías de lujo, en las rectas y ángulos de una arquitectura moderna y funcional, en la palpitación del verde de los castaños y los escaparates de las joyerías, en el pausado y selecto ritmo interno de sus elegantes vecinos. Es más, de la calle emanaba un ritmo propio, un ritmo fluvial, crepuscular, plácido, ocre, fúnebre, de suave otoñada, de colores tenues y fríos, distante, el ritmo de una coreografía imperceptible, el ritmo de una compañía integrada por leyendas del ballet que a cámara lenta, con unos pasos tan pausados que apenas los diferenciaba de un cuadro vivo, se sincronizaban en una inédita representación de la Pavana para una Infanta Difunta.
Me removí en la esquina, temeroso de que me identificara la mirada oblicua de la quiosquera bizca y parlanchina, a la que Ángela solía comprarle caramelos de eucalipto. Me adentré en la calle cuando vi asomar en la perpendicular, para fumar, al camarero perito en Bloody Marys atenuantes de las resacas. Por un lado quería pasar inadvertido pero por otro también necesitaba ser reconocido, aceptado al menos como integrante del pasado, recordado como un vecino reciente. Aparte de alguna dosis de respeto o consideración, era mi identidad lo que buscaba. Incluso me volví a saludar al camarero, pero ya no estaba; habría entrado algún bebedor tempranero. Rehíce mis pasos calle arriba.
Recordé que si se habían propalado mis problemas con la policía, cualquier vecino podría delatarme con una llamada. Pasé de sentirme el hijo pródigo, Ulises de vuelta a Ítaca, a un espía renegado infiltrado en su país adoptivo. En cualquier momento podrían detenerme bajo la acusación de alta traición. Para pasar inadvertido adopté el paso confiado, majestuoso, de los vecinos del barrio. Imitando sus poses, elevé veinte grados el ángulo de elevación de la barbilla. No debía llamar la atención de los chismosos conserjes, esa vil casta comparable a la policía, con la diferencia de que en lugar de sabuesos se comportan como devotos chuchos pendientes de las chucherías que les arrojan los poderosos. Estirados en sus baratos trajes, como caricaturas de sus amos, en pie dormitaban en los umbrales.
Ya no debía temer los sofisticados dispositivos de vigilancia de Ángela, sino las meras cámaras de seguridad de las comunidades de propietarios o del Ayuntamiento, empeñado en la tranquilidad de los poderosos. Se me petrificó la sangre, los pies se me cimentaron en bloques de cemento al pensamiento de que si Ángela se asomaba a la terraza podría verme. Lo haría directamente, sin la mediación de pantalla alguna, a la luz de sus ojos negros como la pez. Pero eran sobre las once, ya estaría en el plató si es que después de un mes no había finalizado el rodaje de La Regenta y mudado de horarios.
Retomé el camino. La visión de la conocida madera historiada del portal y de las vidrieras polícromas, me provocó el reflejo condicionado de hacer ademán de cruzar la calle hurgándome en el bolsillo en busca de las llaves. Y reaccionando me pregunté si no sería una buena idea presentarme a Ángela. ¿Cómo sería recibido por mi letal Penélope, tejedora de la infinita trama de mis desventuras? Estaba desconcertado, me recomían las dudas y aquél sería un buen modo de superarlas y sorprenderla a ella. En el trayecto a la ciudad me había planteado la posibilidad de efectuar un golpe de mano o teatro que virase la acción y, una vez que me había escabullido de sus sicarios y vigilancia, me otorgara la iniciativa. Ya le había asestado un golpe moral al demostrarle mediante los mails a Kafka que sus ataques no habían secado el pozo de mi talento. Pero ahora necesitaba algo más. Tenía que encontrar un medio de acelerar aquella trama infernal, de precipitar el final. Incluso a efectos de la ficción, de mi novela, me interesaba adelantarla a ella, descolocarla con alguna novedad que me hiciera tomarle ventaja en la redacción de la obra. Porque ya no dudaba que, acaparada por su trabajo y por la urdimbre de todos los enredos en que me había envuelto, y limitada por la falta de recursos que su plagio evidenciaba, ella estaría  pergeñando una novela paralela a la mía. Por supuesto que lo haría desde su punto de vista, justificando sus persecuciones y acoso, pero basándose en los mismos hechos. Quien la terminase antes neutralizaría la labor del contrario. Además, si no la encontraba en casa, podría vengarme de ella robándole el manuscrito. Por supuesto, no me había deshecho de la llave del piso.
Pasó a mi lado alguien conocido, un anciano erguido en su terno negro, recordé que médico militar jubilado, el cual sin dedicarme una mirada se dirigió al portal. Era el vecino del primero. Puede que me inhibiera su actitud presuntuosa, la imperiosa seguridad con que al cruzar había provocado el frenazo de un furgón blindado, lo cierto es que postergando mi decisión, pasando de largo seguí adelante. Además, tratándose de Ángela, seguro que la novela estaría a un buen recaudo cibernético, guardada en la nube y asegurada tras crípticas claves. No debía subestimarla. Con su inteligencia y medios era una enemiga portentosa; no tenía más que valorar mi situación. Y lo más peligroso es que una vez superada en el pueblo mi crisis histérica, desde que no entablaba con ella disputas esquizofrénicas, cada vez con más frecuencia dejaba de pensar en ella como enemiga.
No reparó en mí el peluquero de Ángela, el típico amanerado orondo de bigote exquisito, un híbrido entre Marcel Proust y Lezama Lima, camino de su establecimiento. Como un criminal célebre –en parte lo era por obra del padre de Ángela- me sentía aliviado y ofendido de que nadie me reconociera. No había pasado más que un mes desde mi ausencia, y cargando la maleta bien podrían creerme de regreso de algún viaje de trabajo, o de solventar algún trámite en la hacienda familiar, por algo venía del pueblo.
En la otra esquina me hice el remolón, la maleta en el suelo, haciendo el papel de que esperaba que me recogiera alguien o un taxi. Ahora representaba, pues, la comedia inversa: salía de viaje, buena ocasión de desearme un feliz trayecto. No lo consideró así la vieja generala, la viuda de enfrente, a juzgar por las medallas y escapularios venida de misa. Ahora me sentía un espectro aparecido –reaparecido- en el escenario de su vida, un fantasma que experimenta la alegría y la desesperación de que en su ausencia todo sigue prácticamente igual; es cierto que se respetan los ideales y costumbres de su época, los usos y códigos que él ayudó a instaurar, pero con horror advierte que es prescindible, que lo han olvidado.
Devorado por una impaciencia de nada, retomé la marcha en dirección opuesta y, para asegurarme de mi corporeidad, tuve que golpearme con la maleta en la pantorrilla derecha. Sin embargo, recorrer la calle en sentido contrario no era una buena idea. Podrían tomarme por un merodeador o avisador de ladrones. Me dejé caer en una fina, refinada pastelería donde no podrían identificarme, ya que siempre me había mantenido alejado de aquel escaparate cuyo exquisito minimalismo de minúsculas porciones y pasteles reducidos a pura miga, hojaldres deshojados, nata volatilizada y chocolate deconstruido, representaba el vacío existencial, la pequeñez y la hipocresía de los clientes más fieles. Desde el salón cada domingo los veía entrar procedentes de misa, pulcros y satisfechos, recién absueltos de toda culpa, impecable la raya en el pelo y en los pantalones, toda doblez oculta en el seno de las blusas planchadas y en el dobladillo de los vestidos, y los execraba con invectivas mentales que más tarde lanzaría contra Ángela. Después de todo, a ella debía vivir en aquel barrio de sepulcros blanqueados y templos de mercaderes sobre los que ellos mismos habrían oído en la reciente homilía.
Me aposenté en un velador de mármol ubicado ante el ventanal desde el que dominaba la entrada del edificio. Me traspasaron las miradas de una familia numerosa en fila, el padre a la cabeza. Pegado al vidrio me sentí expuesto a los ojos de los viandantes. El local exhibía como reclamo a sus encopetados clientes; incluso acudirían algunos famosos. En el ambiente aromatizado por el café aleteaban las polillas de los rumores de remilgadas conversaciones, mojigatas mojigangas sobre puestas de largo y horarios de catequesis y clases de equitación.
Apostado en la pastelería, observándolo a través de la cristalera, me abstraje de todo para centrarme y concentrarme en el portal.     
                 
                                                                                                     

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