
Aunque
estaba ganando, conteniendo el aliento para que la disminución de aire no
delatara mi presencia, me escabullí de la sala de juego por la cortina negra.
Venido de la luz humosa, atenuada al ritmo de las expectativas de los
jugadores, tuve que acostumbrarme al voltaje de las sucesivas bombillas
descarnadas a través del corredor de cemento desnudo. Esperaba que no me
hubiera visto Silvio Malatesta, el dueño del tinglado, el rey del juego.
Acababa él de entrar por sorpresa en su garito con el teléfono aplicado a la
oreja y el eterno habano, cuyo humo nunca hacía parpadear los ojos de besugo
podrido, en la desmesurada boca con forma de herradura invertida sobre las
branquias del mantecoso cuello. Antes de alcanzar las mesas se puso a medir la
entrada con sus desproporcionados pies de palmípedo calzados con botines, de un
lado a otro como en una pecera, el chaqué de piel de tiburón cernido adelante y
la pajarita negra de lunares blancos sembrando el mismo pánico que una granada
sin anilla. El cogote se le plegaba en ondas de furia. Seguro que estaba
ordenando presionar a algún deudor con un torno; las deudas eran la lacra de su
negocio. Siniestro a la sombra de su visera, se encogió de hombros Juan, el
croupier lunático. Ya me lo había advertido. Un peón no podía prever los
movimientos de caballo de ajedrez de su jefe. Con mis propinas y atenciones
desde mi primera visita había captado el favor de quien estaba acostumbrado a
que los jugadores solo le miraran las manos, aquellas manos ágiles, volátiles,
escurridizas, que dotadas de invisibles alas, ya parecidas a palomas, ya a
cuervos, repartían los azares de la fortuna. Antes de presentarme lo había
telefoneado para conocer los planes de su jefe y con prevenciones me contestó
que lo creía fuera de la ciudad. Al parecer había decidido amedrentar en persona
a un deudor de larga cuenta. Tampoco la mía era coja. Recordé que Malatesta ya
me había invitado a saldarla el día que comenzaron mis desventuras. Su mail
había sido otro ingrediente de aquel plato de mal gusto con que celebré mi
aniversario, el primer –y último- año con Ángela y en el trabajo. Y la guerra
con ella me había impedido solventar mis deudas con la casa. Lo habían
imposibilitado el saqueo de la cuenta conjunta y mi necesidad del dinero atesorado
en el apartado de correos. De igual modo ahora debía retener los ochocientos
euros arramblados de la mesa. Por una vez había ganado, cuando más falta me
hacía. Tenía que proveerme de techo y sustento.
Viró
el corredor en ángulo recto. Una luz de emergencia proclamó la puerta de
salida. Confiaba que la suerte me siguiera siendo benévola. La distribución de
los anclajes y remaches, y la combinación cerraduras y cerrojos de aquella
puerta rectangular con dos hojas, me sugirieron que estaría abierta. O en caso
contrario habría apostado un vigía que me dejaría vía libre. Me alarmó un
crujido de suelas a mis espaldas, como si pisaran cáscaras de huevo o pequeños
huesos. Serían los botines de Malatesta. Igual que cambia la marea de la
suerte, ahora en mi ánimo subió la del miedo. El nivel del agua subía por mi
cuerpo. De un momento a otro la voz gangosa del jefe me daría el alto y con el
índice acusador de su habano me señalaría a sus sicarios. Haría un escarmiento
conmigo para que nadie dejara de pagar sus débitos.
Giró
el pomo y alcancé la orilla de la noche. Para estar fuera de peligro aún tenía
que salir de aquel callejón trasero, un callejón ciego y aciago como la pez o
la hez, pozo de amenazas y poso de suciedad que parecía el desagüe ideal para
que los matones expulsaran a los indeseables o aleccionaran a los insolventes.
La luz de harina de la luna se espolvoreaba sobre los laterales muros de ladrillo.
Olía a pólvora enfriada, a colillas olvidadas, a harapos húmedos, a
premeditación, a gélida venganza. A mis pies chasqueó una alcantarilla. La
tráquea de la callejuela exhalaba negras corrientes procedentes del pulmón del
cielo, así delineado sobre las cornisas de los edificios. Con aquel viento
alentaba un silencio de miedo. Junto a un contenedor unos maullidos eléctricos
se enzarzaron en una disputa o un acoplamiento, y los relámpagos de sus miradas
intermitentemente alumbraban las porquerías, las bolsas de basura destazadas.
Como un túnel del terror la callejuela ardía de amenazas sin nombre y no me
atreví a echarme a correr ni a mirar atrás hasta que a mis espaldas chasqueó la
alcantarilla. Una figura espiritada se impulsaba hacia mí. De dos zancadas a la
carrera llegué al cruce con el callejón perpendicular, y aunque con la avenida
titilante de neones a la vista lo más conveniente parecía seguir adelante, viré
a la transversal al identificar al fondo de ésta la activación de los
desgalichados brazos de Juan haciéndome señas con un molinete de aspavientos.
Eran inconfundibles las palomas de sus manos de croupier oscilando al final de
las mangas blancas de la camisa, la diestra ceñida a la altura del codo con un
arete a juego con la visera. Tras cortarme la retirada, me habrían tendido una
trampa más adelante, cerca de la avenida, y Juan había salido por la puerta de
delante a advertirme. Si lo alcanzaba seguro que me indicaría la salvación a
través de algún atajo o pasadizo, o podría distraer o despistar a mi
perseguidor. No sentía los pies tocar el suelo, volaba henchido como una vela
al viento. Ondeaba con flamear de bandera, ingrávido y a la vez grávido de
pánico. Me impulsaba con las alas de los brazos. A Juan se le dislocaron los
suyos en gestos convulsos, confusos, que tanto podían significar aliento a mi
carrera como desesperación por el desarrollo de los acontecimientos. Seguro que
no aletearía de aquel modo ni en el improbable caso de que la banca de aquel
tugurio quebrara. De hecho, solo pudo contenerlos para llevarse las manos a los
parietales en ademán de consternación. Supuse que tenía mi seguidor a la vista
y que éste empuñaría un arma. Yo corría como en sueños, por mucho que me
esforzara no avanzaba nada. Juan volvió a arremolinar las aspas de los brazos,
exhortándome a recorrer el último tramo y sustraerme al radio de tiro. Ya a la
espera de abrazarme los abrió en señal de triunfal y cálida acogida. Creí
sentir la crepitación de unas suelas de crepé. Y como un viento dentro del
viento junto al oído me silbó una corriente, y entre los pozos de los ojos de
Juan se excavó un túnel de negra pupila y carnosos párpados enrojecidos, un
tercer ojo humoso que empezó a verter lágrimas rojas. Los brazos se le habían
detenido en cruz y por unos instantes quedó crucificado en el aire, clavado por
la frente a la oscuridad, al viento.
Al
tiempo que se desplomaba, a la izquierda se desvaneció en la esquina un
destello fosforescente. Pude reconocer una chaqueta con flecos y cuadros
reflectantes, cuya gigantesca talla, con cada hombrera en un punto cardinal, la
delataba investida por el más robusto de la pareja de sicarios. Descarté que mi
perseguidor hubiera errado el disparo. Apostado en la esquina el gordo había
aguardado mi llegada, provocada por el reclamo del traidor croupier, pero lo
puso en fuga la muerte de Juan, su cómplice. Me volví a mi salvador. Se había
detenido cerca, la certera pistola baja, a un costado, y la cabeza vuelta a la
izquierda, en dirección a los ecos de la huida del forzudo, fruncía la nariz
con la actitud de un perdiguero aventando un rastro. Se volvió a la avenida,
tal vez para cortarle el paso. A un instantáneo rayo de luna había identificado
su perfil borroso, la vacía mirada de estatua, el gesto impasible, su aura de
irrealidad, la inconfundible confusión que suscitaba. Su cara era la cara cero,
la cara mil una del hombre de las mil caras.
Al
salir de allí pisé la visera negra. Ahora olía a pólvora seca.
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