viernes, 5 de abril de 2019

EL ASEDIO: El mexicano.



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Sentado en el velador no perdía de vista el portal. Cierta mano de pianista con la manicura recién hecha me sirvió una taza de diseño, un dedal con dos gotas de café. Me subyugaban el misterio de las sombras fluctuantes tras el panel de cristal, el juego de los reflejos de las vidrieras, cómo relumbraban las encarnadas, la penumbra submarina ondulante entre los helechos del interior tras los ocres y malvas, los pozos de sombra ahondados entre las tracerías de las maderas historiadas. Me arrebató la poesía de aquella magia. Hubiera querido pasar el resto de mi vida contemplando aquel espectáculo. Recordé los pasajes de Proust sobre las iglesias góticas del Mediodía, lo que éstas representaron en sus excursiones en el auto conducido por cierto chófer.
Incluso en aquel ambiente edulcorado me sentí conmovido. Añoraba la reciente época en que aquel portal se integraba en mis rutinas y varias veces al día dejaba que mi llave descifrara su misterio. Volví a tentarla a través del bolsillo. Era ella la que me tentaba. En el pecho como una cuerda de violín me vibraba una fibra de añoranza. Dejé de sentirme orgulloso de haber renunciado, ángel rebelde, a las ventajas de la clase privilegiada. No tenía porque avergonzarme de nada. Me había mudado allí porque era el medio social de mi pareja. Si hubiera trabajado en la embajada de Tanzania, allá la habría acompañado. No iba a renunciar a las comodidades inherentes a su posición.
Probé la primera gota de café: me deslumbró la perspectiva de un paisaje tropical de selvas vírgenes y orillas de islas prodigiosas, en el gusto se me revelaron los hallazgos de lo real maravilloso, el regusto me evocó la riqueza de la prosa de Alejo Carpentier. Tenía que reconocer que era un café exquisito.
Y al punto reconocí haberme dejado cegar por los espejismos de mi orgullo. Con los sofismas de su relato me engañaba a mí mismo. Yo no había renunciado a nada. Me habían rechazado el manuscrito, rescindido el contrato del periódico y echado de casa. Yo no era ningún león salvaje, sino un gato casero abandonado bajo la lluvia. Pero ahora, mientras seguía fascinado por la magia del portal, no se trataba de eso. Me arrebataba la nostalgia por aquello que me había hecho aceptar un entorno tan contrario a mis ideas, lo que me hiciera asumir un modo de vida, si bien afortunado y cómodo, opuesto a mi carácter, aquello que acepté incluso sabiendo que aunque me valdría tener más posibilidades de difusión, no convenía a mi escritura futura, esto es, el amor a Ángela, el amor de Ángela. Porque aposentado en aquella pastelería sentí una punzada de cariño, el último latido de mi amor por Ángela, pensé.
Parecía increíble que nuestra relación se hubiera degradado al punto de que quien hasta hacía poco más de un mes apeteciera mi amor, ahora apeteciera mi muerte. Y fue recordar la persecución sufrida a sus instancias y vacilar aquella reverberación última, estuvo a punto de apagarse el último reflejo de mi amor por Ángela. Las luces cálidas del portal volvieron a iluminar aquel amor retrospectivo, la nostalgia de mi convivencia con ella. Sentía el mismo desgarramiento de aquellos domingos por la tarde cuando sucumbía al melancólico placer de echar de menos lo que nunca había tenido. El chirrido de un columpio o la visión de una pelota en el césped de los porches de aquellas unifamiliares me hacía sentir a mí, soltero impenitente, como un divorciado o un viudo que ha perdido a la familia en un accidente. Aunque era una añoranza distinta, la añoranza de un mundo conjetural, echaba de menos a la familia a la que había renunciado por mi estilo de vida. Sentía nostalgia por un mundo paralelo, aquél en que yo era distinto al que era. Y en una especie de anticipada añoranza de futuro, llegaba al extremo de lamentar los futuros afectos a que renunciaría por mi persistencia o insistencia en seguir solo. Y me complacía en hurgar aquellas carencias y renuncias, en la ausencia de quien no había existido, mi pareja fantasmal, mis espectrales hijos. Tal analogía comportaba que tampoco nunca había realmente amado a Ángela. Pero en lo referente al futuro la comparación no funcionaba. Concluí que me había ido a vivir con Ángela sin estar de verdad enamorado de ella, pero también que si nos reencontrábamos podría empezar a quererla. Una verdad tan descarnada –la primera- que me dejó en carne viva. La segunda era más halagüeña; puede que el que había tomado por último latido de mi amor fuera el primero.
No pude sino echar de menos la otoñal herrumbre de mis costumbres en el último año: el placer de ser recibido –como un amigo opulento- por el suntuoso vestíbulo, matizado por la ráfaga dulzona del rastro de la gata Lía; el paladeo de un whisky en la sala mientras llegaba Ángela, para diluir el mal sabor de la jornada; el deleite de vestirme ante la luna del armario para acudir a alguna cena, con la mala conciencia por el estancamiento de la novela; el adormecido regreso en taxi, lleno de vacío y feliz de whisky, transido de intrascendencia, cada noche menos incrédulo de sentir en el hombro el peso de la cabeza de Ángela.
Advertí que bajo el ceño del nublado encrespado en el portal se habían apagado los destellos de los cristales. Por la acera se acercaba alguien que me encendió la sangre. A paso triunfal, desenfadado en su traje color piedra, el pelo y el bigote relamidos como otro gomoso prócer del barrio, ciego de optimismo, henchido de éxito, tras su nombramiento diplomático inflado el pecho, abombado, como para dar cabida a fulgurantes condecoraciones, pretendido sucesor de Carlos Fuentes pero apenas caricatura del último Jorge Negrete, desfilaba Juan Eduardo Galán, el novelista best seller mexicano. Se revolvió el bolsillo de la americana y extrajo un llavero. Pero aprovechó que de nuestro portal salía un anciano amortajado de negro para zambullirse adentro, y una garra de hierro me estrujó el corazón.     
                 
                        

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