sábado, 25 de mayo de 2013

EN EL AIRE (UNA HISTORIA REAL)






El horizonte se quiebra, el sol se hunde. Igual que la tarde que tu jefe te llamó a su despacho y te confirmó los rumores que como gérmenes circulaban por la oficina: habían vendido el laboratorio a una multinacional que nombraría a su propio equipo directivo. Una mano que no parecía la tuya firmó el finiquito bajo tu nombre escrito con tinta desvaída, y volviste a tu mesa noqueado, a pasos malheridos. No podías percibir nada que no fuera la sensación de desastre que se desprendía de tu ordenador, de tus papeles esparcidos como peces muertos en la orilla. Ni siquiera pudiste enfadarte como a veces te pasa con las contrariedades más triviales, ni advertiste que hasta entonces tu orgullo y tu optimismo te habían impedido creer que de verdad pudieran prescindir de ti. Ni siquiera podías ver con la claridad de siempre las caras de Rosa, de Pedro, de la segunda Rosa. Tampoco podías visualizar tu calle ni tu casa, así que por primera –última- vez dejaste la oficina dos horas antes de lo convenido.
            Te había abducido alguien mucho menos inteligente y alegre que tú, que como a un hipnotizado te llevó a casa a través de un atardecer de otoño que se iba despedazando sobre la ciudad sepulcral. De algún modo lograste subir al autobús adecuado y bajar en tu parada de Ventas. No saludaste al vecino que te dio paso en el portal. En el descansillo advertiste que te habías dejado las llaves con el abrigo y llamaste al timbre. No te abrían. Del interior no se oía nada. Y sin embargo Rosa y la cuidadora ya deberían estar de vuelta después de haber recogido, respectivamente, a la segunda Rosa y a Pedro. Insististe varias veces, pero solo te respondía el silencio. Con la frente en la puerta, reparaste en lo feliz que habías sido hasta entonces y en lo fácil que gracias a tus bien situados padres te había resultado todo, cómo se te habían abierto las flores de todas las oportunidades. Más difícil que aprobar Análisis Económico fue que Rosa (¡la primera morena después de tantas rubias!) aceptara casarse contigo, aunque luego bien que te reíste de todos los que te habían advertido contra el matrimonio. Con tanta suerte ya podías ser tan simpático como solías. Y ahora, a los treinta y nueve, lo perdías todo aun con más facilidad que lo habías conquistado. Una firma, un nombre en lugar de otro –el tuyo, Luis Pérez-, y tu realidad se resquebrajaba. Hasta que un ladrido tras la puerta de al lado te encendió una esperanza: en efecto, habías subido al tercero en vez de al segundo.
            Cuando le diste la noticia, Rosa solo se encogió de hombros: los rumores habían resultado ciertos. Incluso bromeó diciendo que la empresa era “puntera en chismografía”. Se lo tomó tan bien quizá porque para ella la dificultad era una vieja conocida. Gracias a una beca y al esfuerzo de sus padres, que cultivaban algunos campos de cereales, había podido venirse de Sigüenza a estudiar Empresariales. Estuvo trabajando de dependienta en un VIP hasta que logró un puesto en la administración de una franquicia de supermercados de la que ya era gerente.
            Después de acostar a los niños tuvo que recalentarte la sopa en el microondas. Aquel extraño que, después del alivio de encontrarlos a todos en casa, seguía incorporándote, solo sabía decirle a ella: “Nunca encontraré un trabajo igual”. Desde el pasillo se astilló un gemido y Rosa volvió al dormitorio. En la televisión informaban sobre la hecatombe de Littman Brothers. Como una epidemia se había declarado una crisis mundial contra la que no había vacuna segura. Sonó el timbre del microondas. Ante la compuerta te sorprendió ver una agenda de 2002 –el año de tu matrimonio-, de tapas encarnadas, que por ser de entonces había sobrevivido a sucesivas limpiezas, y donde al cambiar de móvil días atrás habías apuntado los teléfonos de tus contactos. Para cuando Rosa volvió ya habías subrayado los nombres más prometedores. Sonriente, se te acercó tanto que en la ágata de su pupila reconociste la cara del tipo al que iba a besar. Habías expulsado a aquel intruso que hasta poco antes te suplantara.
            Ni siquiera tuviste que acudir a la oficina del INEM porque Don Felipe Esquivel, tu antiguo profesor, te encontró un milagroso puesto de profesor auxiliar en la Carlos III. Aunque ganaras menos que antes, el cambio fue beneficioso. Tenías más tiempo para los tuyos y, con la única contrapartida de los nervios previos a las primeras clases, habías eludido el estrés de los objetivos de ventas. En relación con los alumnos –sin olvidar ciertas miradas de algunas alumnas-, rejuveneciste; entre ellos te creías otro estudiante.
 A excepción de los alumnos fantasma, en junio aprobaron todos, pero tú suspendiste. Después de una reunión en el departamento, don Felipe te anunció que no podían renovarte el contrato; ya habías oído que los profesores titulares aumentarían sus horas lectivas. Saliste cabizbajo al crepúsculo de últimos de primavera. Nunca habías visto el campus tan desierto. De nuevo el horizonte se apagaba, el sol se hundía.
Sin embargo, esta vez despertaste del aturdimiento antes de llegar a casa. Rosa no tuvo que ocuparse de nadie más que de los niños, ni volvió a ponerte aquella vieja agenda delante del microondas. Al día siguiente varias llamadas bastaron para confirmarte que esta vez sería mucho más difícil encontrar un puesto: los primeros conocidos con quienes hablaste, un empleado de banca y un informático, también acababan de naufragar en el paro. En la cola del INEM, que casi llegaba a Colón, cundía el nerviosismo, había cabezas gachas o miradas en la nada.
 A alguien tan impaciente como tú, al mes los correos electrónicos ya te parecían partir de tu ordenador como palomas mensajeras heridas, cada currículum iba impregnado de la desesperación de un mensaje en una botella. En tu primera entrevista de trabajo te recibieron en un sótano de Hortaleza con una hora de retraso. En la sexta, el tipo tenía un lamparón en la corbata gris y llevaba bisoñé. A los tres meses empezaste a contestar a ofertas de empleo de menos de mil euros, tú, que habías ganado casi seis mil. Tu teléfono y mail seguían en coma. Cuando los telediarios se referían al desempleo, cambiabas de canal.
Sin apenas salir de casa, desde los primeros días habías descubierto que únicamente no hacer nada era más agotador que las labores de hogar. Debido a la drástica reducción de ingresos decidiste ocupar el lugar de la cuidadora y la limpiadora (a ellas también les perjudicó tu situación), los pequeños dejaron de visitar la piscina del Canoe, matriculasteis a Pedro en el colegio público Tierno Galván, dejasteis de ir a El Corte Inglés y descubriste que las marcas de pedigrí no justificaban sus precios. Solo la cuota de la hipoteca devoraba casi dos terceras partes del sueldo de Rosa.
Los pocos minutos que te sobraban te hundías en el sofá y te parecía que el polvo del fracaso se asentaba en el salón, aunque puede que solo fuera porque limpiar no se te daba muy bien. Se te volvieron en contra los ciento cincuenta metros útiles que en su día buscaras con tanto ahínco. Seguro que Matilde no retocaba tu trabajo por no dejarte mal. Pero cuando llegaba la hora de recoger a Pedro salías, y con la expectativa de que te contara cómo le había ido el día, el tráfago de la calle se coloreaba de tonos cálidos.
Hasta que cierto día te llamó el bueno de Lorenzo, tu antiguo jefe. Al colgar, el polvo había desaparecido del salón. Acababa de ofrecerte la posibilidad de trabajar en Praga como director de compras de la filial de una multinacional de complementos. Las condiciones eran óptimas, y si tras dos meses de prueba convenía a ambas partes, podría firmarse un contrato definitivo. Aquella noche Rosa y tú no os acostasteis hasta las dos, la caja del té se quedó sin bolsitas y adoptasteis una resolución.
Por la mañana aún te devoraba el vértigo de aquella decisión, como si la mera perspectiva del viaje te marease, y cuando llegaste al chalet de Las Rozas a decírselo a tus padres, tu madre te miraba como cuando de joven sospechaba que habías bebido. Sería duro dejar a los tuyos, pero Madrid iba camino de convertirse en una ciudad con un millón de parados que como sonámbulos vagaran por las calles.
Al aterrizar en Praga tu soledad te pareció de la extensión de la pista. Pero te animó la inminencia de la entrevista con el director de la empresa, un tal Havel, el conocido de Lorenzo. Al parecer, habiendo considerado tu currículum y referencias, te creía un firme candidato al puesto fijo. No obstante, respecto a eso te incomodaba entre los omóplatos cierta punzada de inquietud, y no solo se trataba de la perspectiva de vivir sin los tuyos en una ciudad extraña. En todo caso, si no acababan por contratarte, al menos no tendrías que cruzar el desierto de aquel destierro. Pero recordar que en seis meses nacería Luis volvió a hacerte pensar que tu desgarramiento sería un precio barato por evitar que fuera un “hijo de la crisis”.
Esa misma tarde se celebró la entrevista en la última planta de un cubo de vidrio y acero, en pleno centro comercial. Te recibió un atildado calvo de bigote tristón que te recordó a tu padre. La vista a través del ventanal del atardecer de Praga invitaba a la melancolía. Al oír las primeras frases del señor Havel de nuevo te acometió aquella punzada en la espalda que te había molestado en el vuelo. Habías dicho que dominabas el inglés cuando la verdad era que tu nivel era ínfimo. Farfullaste una respuesta, el ejecutivo se ruborizó y desviaste la vista a la cristalera. El horizonte se apagaba, el sol se hundía.
Y sin embargo a la mañana siguiente, después de una noche de insomnio en el Hilton, te presentaste en el cubo, donde un conserje te condujo a una oficina mucho mejor que la que habías tenido en Madrid. La tarde anterior, frunciendo el bigote, al final Havel te había extendido el contrato y medio entendiste que confiaba en tus posibilidades y que al principio él hablaba un inglés más macarrónico que el tuyo. Incluso te dio un billete de ida y vuelta a Madrid para el fin de semana. Solo la ignorancia de las costumbres checas (¿qué habría pensado?) te impidió levantarte y darle un abrazo.
Después de cinco semanas, de Praga solo conocías la calle del cubo, la panorámica postal de la vista desde tu mesa, las múltiples oficinas de los proveedores que habías visitado, el estudio alquilado dos calles más arriba –eras incapaz de recordar con exactitud el multi consonántico nombre-, y el lugar que más amabas y odiabas de la ciudad: el aeropuerto. Por las grietas de los muros de tus jornadas, que solo escalabas tras once horas de trabajo, se filtraban los luminosos rayos de tus conversaciones por Ipad con Rosa y los niños. Entre una reunión y otra sabías que de nuevo ella se iba sintiendo como una crisálida de vida, o le prometías a Pedro ir al Bernabéu el sábado y a la segunda Rosa llevarle una muñeca. De vuelta cada noche al estudio, sin tiempo de sorprenderte de tu capacidad de esfuerzo y adaptación, ponías en marcha el CD del curso de inglés y después de cenar te dedicabas a repasar el vocabulario específico de los términos legales y de los materiales de bolsos y carteras, hasta que te quedabas en duermevela susurrando en inglés al silencio de la ciudad, o mirando el cielo te parecía que aunque extranjera la noche era tu aliada porque justo entonces en Madrid acaso alguien estaría mirando la misma estrella que tú.
Los  fines de semana en Madrid transcurrían como un río que se sale de madre, en un tiempo diferente al cronológico. La arena de las horas se te desmenuzaba inadvertidamente entre los dedos. En vez de tejer los hechos, era el tiempo el que rebosando de ellos se veía desbordado por todas las actividades que los cuatro -¿cinco?- disfrutabais juntos. Los dos días parecían un sueño, con su duración y lógica específicos. Pasaban demasiado rápido para que pudieras enterarte de lo feliz que eras. Mientras esperabas el cambio del camarero del McDonald, te daban cuatro tickets para una película de Disney. El sábado por la noche, cuando volvíais temprano de cenar en algún italiano del barrio, querrías que el domingo no amaneciera, preferirías no dormir o al menos sincronizar la coreografía de tus sueños con los de Rosa, de modo que entre los laberintos del inconsciente los dos coincidierais para bailar a cámara lenta en el mismo escenario onírico.
Al menos así los niños aprenderían el significado del esfuerzo y la responsabilidad. Para seguir viviendo en un piso tan cerca de sus amigos y donde había tanto espacio para jugar, o hasta para ir al baloncesto o comprar un juguete, debían tolerar el funeral de las despedidas de los domingos por la tarde y tu ausencia el resto de la semana. Y en cuanto a ti, la mejor manera de ampararlos era renunciando a verlos hasta el viernes siguiente; el miércoles por la tarde ya intuías el primer reflejo de la luz que el jueves, al dejar hecha la maleta para el viernes, brillaría con todas las promesas del mundo.
Y así hasta que llegó la última semana de tu contrato. También en las oficinas de Praga culebreaban las hablillas, y se decía que el definitivo director de compras sería trasladado a la filial de París. El compañero con quien solías desayunar te filtró que tenías pocas posibilidades porque varios clientes se habían quejado al jefe de lo arduo de mantener una conversación contigo. Y había presentado su candidatura el sobrino de uno de los socios, que venía de graduarse en La Sorbona.
Así que de nuevo se quiebra el horizonte y el sol se hunde, salvo que ahora esto sucede, más allá de la señora sonriente en el asiento de al lado, a través de la ventanilla del avión que, después de haber firmado el contrato fijo en el nuevo despacho con tu nombre grabado en la puerta, te lleva de París con destino a una felicidad hacia la que ha iniciado el aterrizaje.
                                                                                      
                                                
           

2 comentarios:

  1. Crudo, real. Me ha gustado. Muchas veces el tener este final o el alternativo que todos imaginamos es sólo cuestión de lanzar una moneda al aire. Hoy tocaba ver la luz al final del túnel / relato. De vez en cuando se agradece ;)

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  2. Sí, la suerte es decisiva en la vida de todos. Por desgracia, los finales infelices son más realistas; en este caso me he atenido a la verdad de los hechos. Saludos, Luis.

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