domingo, 7 de abril de 2019

EL ASEDIO: El bigote.



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Recién salido, una zarpa me atenazó el hombro. La palma de la mano de pianista, activando las huesudas falanges en ademán de demanda, me reclamó el importe del café. Había salido de la pastelería enajenado, aguijado de ira, ultrajado por una ofensa más grave que la que me infligieran mis allegados, los matones de Ángela o la policía. Perdí el control cuando corría menos peligro, ahora que mis desventuras revertían, de novela de Hammett, a otra de Bellow. Estaba en riesgo algo más valioso que la integridad física o moral. Yo era el primer sorprendido por mi reacción. Por mi falta de reacción. Porque después de pagar me quedé clavado en la acera, la vista teñida de rojo. Todo lo veía rojo, y no solo los semáforos o las americanas de dos dependientes salidos a fumar o el vestido de una joven que en la otra acera ostentaba sus enormes pechos sobre los brazos cruzados. Rojas las huellas de los peatones que parecían dejar el rastro de un crimen en rojos pasos de cebra, rojas las ventanillas de los autos –como granizadas por un atentado-, rojas las aceras como bañadas de sangre, rojas las caras sanguinolentas de los transeúntes, más que ruborizada roja la del que se dirigió a la vestida de rojo, rojo el cielo arrebolado por un presagio de catástrofes mundiales.
Y después del rojo se me impuso el blanco y negro. El negro y blanco. Veía el negro del bigote del mexicano como un peludo y subrepticio ratón reptando por el blanco del desnudo de Ángela. Una negra alimaña –a su vez con bigote-, viscosa y salaz, mancillando el albo marfil escultural. Estatua que cobraba vida al contacto de aquellas púas hirsutas, estatua que gemía al frotar de aquel cepillo por el mármol. Dotado de vida propia el bigote no dejaba de corretear por la piel de Ángela y por mi exaltada imaginación, por mi repugnancia, veía aquella mata erizada de pelos electrificarse, por efecto de la lujuria alisarse y tensarse duros como alambres, erectos como un atributo extra del sátiro, un segundo miembro con el que su dueño se refocilaba mientras el primero reposaba. No quiero ni pensar qué hubiera ocurrido si en aquellos instantes hubiera pasado ante mí alguien con la nariz subrayada siquiera por una sombra de bigote. La confiada naturalidad con que se había colado por el portal, la aparición de las llaves, el saludo protocolario al antiguo ministro, dejaban suponer que vivía allí. Desde luego sería un inquilino ideal del barrio. Lo asimilaban al vecindario su arrogante prepotencia, su envanecimiento, el servilismo ante las autoridades que lo obligaba a mantener bien engrasados los goznes de las articulaciones, la exhibición de las baratijas y bisutería de sus falsos modales de genuino caballero, el brillo de pirita de su ingenio y el de los oropeles de la cortesía disimuladores de la hipocresía, el impecable atuendo que no dejara adivinar el relleno de serrín del interior.   
Reparé en el ruborizado ardor de sus conversaciones en las fiestas, lo cerca que le hablaba al oído –imaginé cómo el bigote cosquillearía el lóbulo-, en la acompasada compenetración de sus bailes, en su ávido intercambio de miradas cuando coincidían en algún acto, la conexión de sus pupilas antes de que él se acercara a saludarnos, el hilo eléctrico que de alta tensión a través de la aglomeración entre ellos se tendía. Recordé los inconcebibles ditirambos de ella a la prosa precaria de él. Y tuve conciencia de que cuando hablaban ella no le miraba los narcotizados ojos saltones de pupilas amarillentas, ni la angosta frente con el nacimiento del pelo tan cercano al ceño, prolijamente descrito en la tipología del criminal de Lombroso, ni siquiera la séptica boca de labios engrosados por cirujanos estetas, sino la pelambre nacida arriba, en el gigantesco, simiesco espacio que mediaba entre la nariz y el labio superior: el lujurioso, pícaro, facineroso, maligno, mefistofélico bigote. La fascinaba aquel piloso arco de herradura (tenía los extremos perfilados hacia abajo) interrumpido en la mitad para lucimiento del prominente arabesco carnoso del centro del labio superior. Si su dueño se sumía en uno de sus estúpidos, estupefacientes estados catatónicos el bigote parecía postizo, pero con la animación de la charla con Ángela se fruncía arriba y abajo, a ritmo obsceno. Pensé que a veces escapaba a su propio control y hasta en sociedad se estiraba de punta hacia Ángela. Por eso en ocasiones lo untaba con vaselina, gomina o lo que fuera. Procuré arrancarme aquel maldito bigote de la mente, ya que no podía arrancárselo a su dueño con unas pinzas pelo a pelo según mi deseo.
Me pregunté cuándo habrían empezado a verse a mis espaldas. Sin duda que gracias a la celeridad con que se jactaba él de perpetrar sus cinco páginas diarias, disponía de tiempo para adecuarse a la estricta jornada de Ángela y que como una oruga o ciempiés su bigote se deslizaba por alguna grieta del horario de ella. Los jueves entre el final del rodaje y el trayecto al aeropuerto, por ejemplo. Ya no me cabía duda de que ella me había destinado a Victoria, la rubia fatídica y fatal, para justificar la ruptura. Por eso ésta había consumado conmigo. Atraído por una librería, me detuve en una calle que reconocí del barrio universitario. Inconscientemente me había puesto en marcha y, ciego de furia, para desfogarme, mis mecánicos pasos me habían llevado allí. Vi en el escaparate varias torres de ejemplares de El Centro del Vacío, como bastiones del éxito proclamado por la solapilla de cada ejemplar: Séptima edición. Llevaba camino de convertirse en la novela experimental más vendida de la historia después de Ulises. Galán y Ángela formarían una buena pareja de best sellers, un autor venal cuyo estilo estaba un escalón por encima de los culebrones y una maestra no ya del plagio sino del flagrante robo.
Mi triunfal novela seguía inspirándome sentimientos ambivalentes. Si bien me exaltaba la idea de haber impuesto mi original estética basada en sostener un argumento espectral, invisible, elusivo, en la arquitectura barroca de un opaco estilo, me indignaba no poder firmarla. Con mis apuros pecuniarios, me carcomía haber sido enajenado de mis derechos de autor.  Ahora, quizá debido a la inercia de mi vida muelle, veo las cosas de otra manera. Abotagado de comodidades, embotado de bienestar, leo poco y escribo menos, lo justo para terminar por prurito profesional esta historia que ya me resulta enojosa. De todas formas, al final no se publicará. Después de la culminación de El Centro del Vacío, tras la apoteosis de la forma que representa, sería un paso atrás dar a las prensas una trama tan penosa y ridícula que tantas veces se parodia a sí misma. Y tampoco me atrae escribir otra cosa. No se puede dar un paso más allá de El Centro del Vacío. Ésta ya está en el límite de la legibilidad. No incurriré en el error de escribir algo parecido a Finnegan´s Wake, el imposible intento de superar Ulises por parte de Joyce, el sucesor de Homero.
Cada ejemplar se vendía a casi veinte euros, un rápido cálculo me imbuyó del concepto de pobreza subjetiva, tan relatado en los manuales marxistas. Mi diestra se topó con el escaparate. En las novelas de Dickens los niños menesterosos miran con la misma impotencia las viandas expuestas en los comercios de Oxford Street. Recordé El Gran Dinero, la trilogía de Dos Passos. Ahora también me he librado de aquella tendencia mía a buscar en todo analogías literarias. Me quedaban noventa euros en el bolsillo. Me sentí como un exitoso atracador que para disimular su disponibilidad de millones y no delatarse, durante largo tiempo ha de seguir debatiéndose en la miseria. Pero la comparación era inexacta: era yo el expoliado, la víctima de un ladrón. De una ladrona.
El nerviosismo me retrotrajo a mis veladas en el garito de juego. O más que el nerviosismo, el tacto de los billetes en el bolsillo ante el reflejo de mi rostro transparentado sobre las torres de volúmenes, el dinero que me volaba en mis propias fauces, el cigarrillo encendido para calmarme y la sed de whisky que me secaba el paladar. Los acontecimientos del último mes me habían apartado de mi afición al póker.
Con una advocación a la diosa fortuna, para que me fuera tan propicia como las musas inspiradoras de El Centro del Vacío, decidí jugarme mis menguados recursos.

                        

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