miércoles, 5 de diciembre de 2018

DIARIO DE UN PARANOICO, 5 de Diciembre: Los paseantes del parque.



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He sufrido una recaída; mi ánimo se ha resentido. Mi madre se ha ido de viaje a Bélgica con mi hermano y hago en solitario los paseos de la tarde. Y no hay remedio: me he convertido en uno de ellos. Desde que no puedo leer en el parque me he hecho miembro de una especial tribu del parque García Lorca. Por supuesto, no me refiero a los voyeurs ni a los que toman el sol –los mirones y los mirados-, ni a los vagabundos ni a los turistas, ni a los paseantes de perros ni a los jubilados –con o sin júbilo-, ni a los bebedores ni a los deportistas, ni a los paseantes ni a los sedentes, ni a los enamorados ni a los abandonados, ni a los poetas ni a los fumadores de hachís, sino a una particular casta de maduros componentes del sexo masculino, cuarentones como yo y cincuentones que durante horas y horas fatigan el parque y pasean sin norte por los senderos, desesperados y solitarios de raza blanca y sin trabajo, poco agraciados y con el semblante devastado por tics, desaliñados y poco variadamente ataviados, que encuadran en la geometría regular de las avenidas y en los rectángulos de los parterres las curvas de su mente y los meandros de sus neurosis, y animan la grisura de sus existencias con el colorido de las rosas y el fulgor de las lilas. Apenas se sientan unos minutos para reemprender sin pérdida de tiempo su deriva, su marcha o derrotero que es un desfogarse, para seguir conteniendo su locura o desengaños en los paseos cuadriculados del parque.
Hasta ahora me llamaban la atención, distrayéndome brevemente de la lectura, y hasta llegué a planteármelos como protagonistas de alguno de mis escritos, pero también los observaba con incomodidad, sobre todo a uno de ellos, bigotudo como yo, como si una parte de mí atisbase mi transformación. Me admiraban su impaciencia, tan feroz que era una forma de la paciencia, y su resistencia, su orgullosa tristeza y su soledad irremisible, manifestada por el vacío de su mirada.
Dos de ellos, un barbudo enclenque y un fortachón de pantalones cortos de camuflaje, no se sientan jamás aunque siempre parecen a punto de hacerlo, pasean rumbo a algún banco pero en el último instante se desvían, cuando parece que tras horas de marcha su cuerpo al fin va a vencerse dejan atrás el banco y prosiguen su derrotero como si no pudieran parar, condenados a no detenerse en ningún sitio, errantes víctimas de la maldición del eterno movimiento. La culpa les impide un descanso o una molicie que les daría ocasión de recaer en sus pecados. A veces se detienen, sin motivo aparente, en medio del camino, los brazos en jarra o colgantes a los costados, mirando a un punto indeterminado del paisaje, quién sabe si del pasado o del futuro. Nunca hablan, ni entre ellos ni con los demás.
Empiezo a entenderlos, soy uno de ellos, tengo una fiera que me devora por dentro y solo la apaciguo agotándola con largos paseos. El del bigote permanece siempre atento a mi presencia, lo cual no deja de desasosegarme, como si ya detectara en mí las condiciones de un semejante. Tenía una enorme curiosidad por conocer su historia, qué lo había condenado al desastre, de qué o quién se escondía, qué intentaba olvidar o superar con sus incesantes paseos. Pero ahora la curiosidad ha dado paso a la solidaridad. También yo tengo un secreto vergonzoso que me magnetiza al parque. Ayer lo visité, provisto de un libro, El Asiento del Conductor, de Muriel Spark, que ni siquiera intenté abrir, y al cruzarme con el del bigote me dirigió una mirada ávida y alentadora, una mirada de reconocimiento y bienvenida, una mirada acogedora, una mirada de compañero o hermano. Estuvo a punto de dirigirme la palabra.
                            
                                        
                                               

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