miércoles, 19 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Rojo y Negro.



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La belleza suave y distante de Ángela, su tímida distinción, su atractivo retraído, la palidez de ópalo de su cutis bajo las sombras del cabello que yo definiría de medianoche en el poema de mi declaración, su melancólica delicadeza que parecía madurada a los gélidos oros de los otoños más bellos, sus rasgos finos, coralinos, las mejillas flameantes al ardor de los carbones de los ojos, la pasión cristalizada en sus pupilas como lava fría de un volcán que en cualquier momento podría entrar en erupción, sus sueños soterrados, concentrados al fondo de tantas horas de perfeccionamiento de su arte, la convertían en la perfecta Madame de Renal. Aún no había aprendido lo difícil que para un actor resulta hacer de sí mismo.
En un descanso del rodaje se levantó el negro velo calado de encaje para beber el aguachirle de un café de máquina. Le temblaba imperceptiblemente la mandíbula diamantina, cortada como el risco de un acantilado. Miraba sin parpadear al rocambolesco director, que calado con una gorra de jockey y en bombachos aprovechaba para encuadrar con las manos tomas imaginarias de una glorieta de hierro forjado. Los carbones de los ojos se le habían encendido observando a Pommer, que en cada corte le afeaba su deficiente pronunciación, aún ignoraba yo hasta qué punto la ceniza fría de su venganza ocultaba ascuas y rescoldos incandescentes. Su conciencia profesional triunfaba sobre su secreto y vehemente orgullo, y me pidió que me sentara a su lado en el banco y le leyera el siguiente diálogo del libreto. Se trataba de la escena en que sentados allí mismo Julián a hurtadillas tocaba con el suyo el pie de Madame de Renal. Me extrañó, pues el director concluyó que sus intervenciones serían dobladas.
-Me doblaré yo misma. Me parece deshonesto utilizar una voz ajena.
-¿Tendrás tiempo de perfeccionar tu francés?
-Será en postproducción, anularé mis vacaciones. Ensayaré frase por frase hasta hacerlo bien. ¿Podrías ayudarme tú mismo?
Un demonio interior me convenció de rechazar la oferta para hacerme el interesante. Sobre todo, me fijé en el imperceptible temblor del vaso de plástico en su mano.
-Será cuestión de varios días. ¿No das clases particulares?
No sé si por accidente su muslo tocó el mío, lo cierto fue que no lo separó. Me excusé con que estaba escaso de tiempo porque mi editor me urgía a entregarle una novela, cuando lo cierto era que yo lo apremiaba a él a leerla tras habérsela remitido una semana atrás.
-No me digas que escribes. ¿Y de qué va?
Le expliqué que se trataba del monólogo interior de un escritor que leyendo a Proust cada tarde aguardaba la aparición de su amada en el bar de cierto hotel, y va entreverando sus reflexiones sobre el amor con las del Marcel, el alter ego del autor en su monumental obra. Al infortunado le daba tiempo de concluir todos los volúmenes antes de que ella acudiera. Con una risa de campanillas de cristal celebró mi ocurrencia y el tropezón con las raíces de un plátano del director, distraído por sus encuadres imaginarios.
-Me encantaría adaptar al cine tu novela. Envíamela, puede que recibas una oferta de mi productora.
Aunque nunca me había atrevido ni a soñar con tal posibilidad, le devané mi teoría acerca de que lo genuinamente literario no se puede traducir a imágenes. El tejido verbal de una buena novela, la poesía subyacente en sus frases, su sintaxis, no se podrían trasvasar a los planos de ningún film. El Ulysses de Joyce, por ejemplo, era inadaptable. Como mucho, acaso un plano secuencia de Visconti podría reproducir el dilatado período de alguna frase proustiana. Mientras le endilgaba aquella pedante perorata me sentí más que nunca Julián Sorel recitando de memoria algún pasaje de  las Sagradas Escrituras en griego. El contacto de sus sedas y tafetanes me transmitía el calor febril que a partir de la pierna me circulaba por todo el cuerpo, por momentos sufría accesos de vértigo e intentaba que la palabra de mi discurso salvara aquel abismo por el puente de la lógica. La conciencia de todo lo que me jugaba me permitió mantener el control y sostener la coherencia de cuanto decía.
-Puede ser –me dio la razón-. Y sin embargo Rojo y Negro sí es adaptable… ¿Y al final de tu novela ella llega al hotel? Te lo digo por si tengo que reservarme un papel.
Para reforzar mi artificio le respondí que aún no lo sabía; la novela no estaba concluida.
-No sé si queda tiempo para otro café –miró la máquina expendedora de aquella pócima ponzoñosa-. Está riquísimo, debe ser de Colombia o Brasil.
                       
                                         
                                                                                                                                                                        

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