miércoles, 26 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Curiosa discusión.


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Desde los nichos de las ventanas y las lápidas de las puertas me escrutan los ojos muertos del pueblo; interrumpiendo los lamentos por el fallo de sus previsiones o la frustración de sus ideales, después de una ausencia de veinte años se preguntan por mi estirpe, de quién seré bisnieto, de qué otra rama tataranieto. No me han visto salir de la casa; como he ocupado un cuarto orientado al patio interior, ni los vivos ni los muertos pueden saber que está habitada. Como un ladrón he salido de mi propia casa; ahora advierto que ha sido una precaución innecesaria.
Aunque he exagerado al hablar de pueblo fantasma, pues en el centro viven decenas de vecinos, no todos decrépitos, y la plaza está animada de cierta vida, en apariencia la calle de mi casa a nadie vivo aloja. Es imposible que estos caserones descascarados alberguen a nadie, parecen ruinas bombardeadas o excavaciones arqueológicas, embarcaciones descuadernadas y desarboladas por un pretérito naufragio de primitiva navegación a vela.
Tal desolación recrudece las periódicas rachas de frío. El benéfico clima de la altiplanicie parece dislocado, como si se hubiera averiado el regulador de la temperatura –los intemporales veinticinco grados- o hubiera enloquecido el encargado de programarla. Y es que el día ha amanecido aún más esquizofrénico que los anteriores, hace frío y calor al mismo tiempo, según se pasa de la sombra al sol, calma y viento. Lentos goterones de lluvia se traslucen en los rayos ambarinos. El espectro de un arcoíris se tiende en el horizonte. Amoratándose y esclareciéndose alternativamente las nubes viran de color y dirección, rotan sobre sí y conectadas por madejas de hilachas como colas, se persiguen en estampida.
Me fustigan la cordura esporádicas ráfagas de un viento que suena a carcajadas de bruja, de Ángela. Al compás de mi manía persecutoria avanzo por las calles de piedra solapado y subrepticio, sin dejar de mirar atrás y pegado a las paredes como una sombra. Me ahogo, pierdo el resuello como si a instancias de ella no hubiera dejado de fumar durante más de un año. Me deshago a medio fumar del cigarrillo. Sin embargo, para ahogarme, no sería necesario haber reincidido en el tabaco o subir por una calle en cuesta, basta con la ansiedad, con la rabia.
Ante las carcajadas del viento, conmigo se estremecen las cuadras desvencijadas, las naves y secaderos desguarnecidos, los maderos tabletean y gimen óxidos y herrumbres, a punto de ser arrastrados como un decorado de cartón piedra. El viento me enloquece, me tapo los oídos y entre dientes le replico a Ángela que me deje en paz, que ya no estamos juntos y no tiene porque atormentarme, y al menos la discusión ahora prosigue solo en mi mente, aunque sus airadas protestas suben de tono y pronto la subsiguiente racha sonorizará otro ladrido de su perversa risa. Y eso que a lo largo de nuestra convivencia apenas discutimos –la verdad, hablábamos poco- y su risa era de campanillas. Me temo que estoy reinventándola. Acaso para escribir esta novela.
Pero lo peor es que al salir me he descubierto hablando solo, síntoma de que al menos hasta la noche no me desharé de esta pelea imaginaria, de la dramatización mental de otra discusión a muerte, de un duelo a última palabra en que esgrimimos nuestras férreas razones y las cruzamos sordos a las del contrario. No me servirá haber salido de casa, nada me distraeré de estas torturantes voces interiores. Hasta que no las sofoque, no recobraré el equilibrio.
No me está ayudando mi estancia en el pueblo, aunque hoy es ya mi tercer día de escritura; llevo escribiendo casi desde que he llegado. Y ni siquiera en mi escrito me concentro, vuelvo a armarme y a rearmarme de argumentos, me cebo contra ella, la acuso de espiarme y a voces le achaco la ruptura. De su charco de sol salta un perro mestizo moteado de manchas pardas, huye gañendo. Temo que a este paso muy pronto impostaré la voz tenue, aflautada de Ángela, imitaré su malignidad embotada por una calma engañosa, su serenidad afilada, acusándome de ser un mentiroso, un aprovechado, y de haberle traicionado con la rubia. Al menos en tal caso por una vez le daré derecho a réplica y escucharé sus motivos, su voz será la mía. A la manera de los antiguos teleteatros radiofónicos o de la versión de concierto de una ópera de dos personajes, ya esta mañana al despertar en el paradójico lecho –noble dosel de caoba y lancinante colchón de mazorcas- se ha trabado la disputa dentro de mi cabeza.
Solo mientras escribía unas líneas han dejado las voces de resonar en mi bóveda craneal, y eso porque a modo de eco se han solapado a las respectivas intervenciones del diálogo que entre nosotros estaba transcribiendo. La discusión se ha reanudado en el desayuno. Hasta que el agua no ha empezado a bullir en la cafetera al ardor de mi furia, no he advertido que había olvidado añadir el café. Engolfado en la retahíla de recriminaciones, las tostadas se han chamuscado, y también de eso la he culpado.
En la figura de Ángela convergen tantas fuerzas invisibles, aureolada por partículas de imantación y vectores de energía como aquellos monarcas exaltados en el trono por un transversal rayo de sol, de ella emana una autoridad tan carismática, que además de concitar en mi contra la opinión general, a más de dos semanas de distancia a mí mismo es capaz de dominarme o al menos condicionarme, como un demonio grande me hace rabiar como un pequeño demonio, me atormenta tirando de hilos invisibles me tuerce y retuerce, contorsiona la marioneta en que me he convertido.
Y yo alimento su poder magnificándola, satanizándola como ahora, y me posee como un espíritu al médium que ha tenido la imprudencia de invocarlo. Es como si también me hubiera hackeado el cerebro o instalado en los sesos un chip determinante. Puede que con su hipnosis a distancia ahora me haya ordenado perderme en las cuatro calles de este pueblo; este corral, el caserón derruido, me son desconocidos. No sé por dónde voy.
Salvo escribiendo –de ella- no puedo librarme de su aura. Se ha convertido en mi bestia negra. Y en un enemigo omnisciente, omnipotente, de poder omnímodo. Un poder que paradójicamente –la paradoja se ha convertido en la constante de mi vida- ha asumido desde que nos separamos, pues durante nuestra convivencia empatábamos en una relación igualitaria, en todo caso de intensidad tenue, un empate a cero. Al principio llevaba yo cierta ventaja, ella se había encaprichado conmigo y yo me dejaba querer.
Pero al separarnos ella ha escapado a mi embrujo y yo cedido a sus poderes mentales. Si bien aquí, en el pueblo, he huido de sus sicarios y gracias a que salvo en la plaza no fluye el WIFI, me he sustraído a la visión de su insomne ojo, que imagino inscrito en un triángulo, más divino que tecnológico, mentalmente sigo supeditado a ella, soy esclavo de mi obsesión por Ángela. Mientras en la ciudad estaba en su punto de mira me sentía un monigote, un pelele, una rata de laboratorio o el personaje de su video juego favorito, tal vez el protagonista de su primera novela. Puede que por eso se negara a mostrarme su manuscrito; no avanzaba hasta que no descubrió mi potencial como personaje.
En tal caso materializará otro de mis miedos ancestrales, en vez de novelista acabar siendo el personaje de una novela, el inspirador de la más odiosa rival también en el campo de las letras. Un personaje, por lo demás, amilanado y acorralado, pusilánime y exánime, derrotado, pues doy por seguro que ella me estará desmitificando –se ha desenamorado- en la misma medida que en mi escrito yo la mitifico a ella. Si paralelamente ambos escribimos uno del otro somos cuatro, y acaso en estos mismos instantes nuestros alter egos se encuentran consumando nuestros amores negros. Está por ver si los destinos de nuestras sombras imaginarias serán condicionados por los originales o si nosotros mismos cumpliremos los designios de nuestras imaginaciones.
Me detengo, un muro erizado de vidrios me corta el paso: todos mis pensamientos vienen a parar al callejón sin salida de mi delirio. Si pudiera dejar de pensar en ella, al fin lejos de su alcance podría creer que estoy remontando la partida. Pero a veces me temo que ella misma me haya permitido huir de la ciudad y aún tardará en mandar a buscarme pues de momento prefiere que aquí solitario me convierta en la víctima de mí mismo y como un personaje de Thomas Bernhard me tuerza y retuerza en mis propios desvaríos.
                                  
                                                                                                                             
                                                                    

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