sábado, 8 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Acorralado.



       Resultado de imagen de salvador dali


Me roen las ratas grises del frío. Hasta el clima se burla de mí. Aislado como un preso o un loco, asediado por el ansia de una mujer y por mi propia ansiedad, acechado por sus asechanzas, hoy, dos o tres de Mayo, creo que miércoles, según la altura del sol cerca de mediodía, en la casa de pueblo de mis ancestros, donde casi todos nacieron y algunos han muerto, vuelvo a escribir después de mi caída en desgracia, mi caída de ángel maldito, de valido desvalido, mi caída al otro lado del espejo, mi defenestración virtual.
Por culpa de Ángela todo lo que me era favorable ahora me es adverso. Todo lo familiar, hostil. Lo tranquilizante, inquietante. El sabor de la vida se me ha desazonado. Ni siquiera aquellas Furias griegas podrían dañar tanto como una celosa encelada en tender celadas. Al menos he convocado fuerzas para emprender un escrito rompiendo mi bloqueo mental, correlato del cerco de peligro, del círculo de fuego que me acorrala. Terribles sucesos me impedían emprender una nueva obra. Los acontecimientos me han obligado a cambiar mi portátil por esta libreta escolar de anillas, hallada en una gaveta, en la que el lápiz traza hileras de letras parecidas a las filas de hormigas pululantes en el patio. Un delirio del orgullo de Ángela me ha condenado a cambiar mi despacho en un rascacielos por este desvencijado porche de madera podrida. La capital por este pueblo fantasma. La civilización por la barbarie de la naturaleza. El bienestar por una amenaza ríspida y perenne.
Lo cierto es que nunca habría creído lo fluido que se escribe con el miedo. Crepitan las hojas de la parra y los rubíes de la glicina que coronan la tapia, y no sé si los agita el guante de un sicario o los dedos del viento, la garra de un policía o la pezuña de alguna alimaña. Pero aún no han tenido tiempo de localizarme, me he deshecho del teléfono zombi y por aquí no fluyen las tóxicas ondas de Internet. No sé si tendré tiempo de tranquilizarme, si al resignación me anestesiará antes de que me encuentren, si dejando atrás mis lamentaciones –jeremiadas- por tantas ofensas recibidas, podré alcanzar la desesperación tranquila de un Walter Herzog cobijado en la granja familiar de Conneticut, y dejar de parecer un histérico judío que salido de alguna novela de Philip (o Henry) Roth o de Malamud, fustiga con sus protestas las calles de Nueva York.
Damas y caballeros, a no ser que Ángela también haya hablado con ustedes, pensarán que soy un paranoico, un neurótico, el típico lúcido alucinado, otro creador que se ha excedido en fomentar su esquizofrenia con tal de escuchar voces interiores –narrativas- que le dicten otras tantas historias. Es lo que ella pretende, desacreditarme ante el mundo. Porque si ya les ha hablado, se burlarán de mí; no sé qué será peor. Para desmentirla escribo. El agotamiento de mi inventiva es garantía de sinceridad. No me hallo en condiciones de inventar episodios ni de estructurarlos, de cambiarlos o de combinarlos, me limitaré a narrar los hechos con verdad y naturalidad, sin artificio, tal y como han venido sucediéndome. En aras de la verosimilitud me he planteado atenuar la gravedad del caso, mitigar la lóbrega crudeza y crueldad con que he sido herido y zaherido, vapuleado y vilipendiado, hostigado y hostilizado, moderar la maldad de Ángela, mi némesis, la autora de estas maquiavélicas maquinaciones y sutiles perversidades. Pero tales desajustes condicionarían el resto del relato y so pena de incurrir en incoherencias me obligarían a remodelar la realidad, a retocar la verdad, y reincidiría en el abuso de recursos y artificios de mis anteriores novelas. Me limitaré a contarles lo ocurrido. Para mí será un experimento: el experimento de la falta de experimento.
Les diré cómo empezó todo, el día de nuestro primer aniversario. Escribir me desentumece los dedos y el espíritu. El ciruelo ha dejado de parecerme un pérfido espantapájaros que se me acerca un paso cada vez que dejo de mirarlo. Los restantes árboles han dejado de jugar a las estatuas. Ningún monstruo se agazapa al fondo del pozo. Ya hace menos frío. Pero hay algo que nunca cambiará: esa mujer y yo nos hemos convertido en las dos caras de una moneda. Y por supuesto ella es la cara.
La fuerza de la costumbre me hecho detenerme a censar y recensar los acontecimientos iniciales, y he de violentarme para ponerme a escribir sin planificar nada, y así lo hago porque además he de simular que escribo a ojos del espía apostado tras las vides. Mi precaria ventaja estriba en que siga creyendo que aún no lo he descubierto. Emprendo la narración de mi pavoroso despertar el día de nuestro aniversario, mientras otro revuelo de hojas y el beso de ventosa de la muerte en mi frente, la inequívoca caricia de una aviesa mirada, me confirma que me vigilan. Vuelve a hacer frío. Es un frío afilado, fúlgido, metálico. El frío de un arma blanca esgrimida por el enemigo. Este espionaje me recuerda al sufrido por otro escritor, John Shade, el poeta protagonista de Pálido Fuego, de Nabokov. No puedo sino mirar a los ojos de la amenaza: de la parra y las glicinas sobre la tapia asoma un gato negro. Las ágatas electrificadas de sus pupilas se encuentran con las mías: es Lía, la inconfundible gata de Ángela. A través de mi asombro y de mi espanto, de mi recuerdo de las lecturas juveniles de Poe, camina eléctrica y equilibrada sobre los hierbajos de las bardas, la cola y los bigotes luciferinos, el paso artero.
                            
                                        
                                                                  

No hay comentarios:

Publicar un comentario