lunes, 17 de diciembre de 2018

EL ASEDIO: Una pareja despareja.



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Mis amigos más cercanos –peligrosos- y sinceros –envidiosos- ya me advirtieron que como a todos los recién casados los primeros meses nos enlazarían como alianzas, pero que al cabo de un año perderían su redonda plenitud para atarnos a la rueda de una noria de rutinas. Hasta entonces mis relaciones sentimentales no habían durado más de una ola de calor o una temporada de tormentas. Me jactaba de que un soltero se lamentaba de su estado el mismo número de días al año que el casado se felicitaba por el suyo, unos diez.
Frisada la cuarentena, seguía retozando con la vida como un cachorro; mi aspecto lozano, no desmentido por la vida desordenada, y espíritu juvenil, el pelado a cepillo o el estilo de vestir me señalaban como el típico estudiante rezagado que en verdad había sido veinte años atrás. El curso escolar seguía rigiendo mi ciclo vital. Cada septiembre me mudaba en el barrio universitario. Salía muchas noches, cambiaba de jóvenes compañeras de cama, escribía y comía en los bares cuando no lograba renovar mis vales en el comedor universitario, y mi vida laboral era tan esporádica como la sexual, tan casual e informal como mi guardarropa.
Circunscrito a un reducido espacio, carecía de automóvil, no portaba cartera ni reloj, y rehuía como a una enfermedad venérea toda responsabilidad. Vivía al día, despreocupado y feliz. Solo al inicio de los puentes o de las vacaciones, cuando los estudiantes volvían a su lugar de origen y en los locales se iban apagando los ecos de las risas y las voces, me embargaba una tristeza depurativa, benéfica, inspiradora de una nueva novela. Amanecía uno de aquellos curiosos días en que me sentía nostálgico de recuerdos falsos y lamentaba la pérdida de lo que nunca había tenido. En los parques me quedaba pensativo ante los juegos de algún padre con su retoño, observaba el diálogo corporal de las parejas en la cola del cine, o me detenía ante alguna unifamiliar con su diminuto porche sombreado por algún raquítico magnolio, junto a la verja una bicicleta de ruedecitas traseras y un columpio, y un semisótano de angosta rampa. Suspiraba, me planteaba hacerme con un perro y apretaba el paso camino de una cita galante con alguna profesora que me compensara de ausencia de las alumnas. No parecía una mentalidad propensa a la estabilidad emocional y en mi fuero interno tendía a darles la razón a los malos augurios de mis amigos. En opinión de mi madre, incluso ansiosa como estaba de que me asentara y orgullosa del prestigio de mi pareja, no auguraban nada bueno el contraste de nuestras condiciones socioeconómicas.
El nombre de Ángela Mayo encabezaba los títulos de crédito de films de culto y titulares culturales, se inscribía en las invitaciones a selectos eventos y brillaba en los neones de los teatros, era elogiosamente presentado en actos mediáticos, figuraba en programas de conferencias, tarjetas identificativas de mesas redondas, y durante unos instantes al pie de la pantalla en sus intervenciones televisivas. Y por si fuera poco ahora aspiraba a que ese mismo nombre encabezara la lista de los libros de ficción más vendidos. Musa de un país, encendía las ilusiones y habitaba los sueños del imaginario cultural –pero también la imaginería fetichista- de dos generaciones. Un año menor que yo, desde los veinte se le abrían las rosas de todas las oportunidades, y ella había sabido cortarlas y prenderlas en el azabache de su cabello. Actriz vocacional, su belleza e inteligencia eran dos yeguas destacadas con las cabezas parejas en la recta final, dos gráciles veleros con las proas igualadas y las velas henchidas a favor de viento rumbo a la felicidad. Y lejos de dejarse llevar por las alas de la fama, acreditaban su talento y sensatez la licenciaturas en Letras e Informática.
En el último año inevitablemente había reflejado en mí el resplandor de su éxito. Pude abandonar mis eventuales actividades en el departamento de Románicas, las clases particulares de francés y la alimenticias traducciones comerciales. Gracias a uno de mis nuevos amigos, el editor Luis Rey, en horas perdidas de la redacción, aparte de escribir, me dedicaba a traducir a Balzac o a Perec, mis favoritos. No obstante, la reedición de mis antiguas novelas en mi flamante editorial y la publicación de la última habían pasado tan desapercibidas como en mi anterior y minoritario sello. Se me resistía el éxito como una mujer, aunque tan bella y afortunada como Ángela, ornada por todas sus gracias, aún más difícil, casi inaccesible. El mundo parecía resentido por mi suerte con Ángela, a veces creía que los camareros aprovechaban la sonrisa que le dedicaban a ella para enseñarme los dientes.
En todo caso, mi unión con Ángela me había catapultado a un status que ahora, envalentonado por el Bloody Mary y la fulminante conquista de una rubia cinematográfica, estaba seguro de conservar. Todo me lo debía a mí mismo, la ayuda de Ángela había sido circunstancial. Los transeúntes dejaban paso a mi viril determinación y seguridad en mí mismo. Solo vacilé ante la imagen, transparentada en una cristalera a través de los destellos del tránsito, de una rubia y una morena inconfundibles secreteando con las cabezas juntas y los codos apoyados en el velador de una cafetería. Me detuve atónito, y mientras me acercaba, al móvil reflejo del paso de un autobús y de las ramas de un plátano al viento, Ángela se inclinó a hacer alguna confidencia a Victoria, se interpuso momentáneamente una fila de turistas, y con el último bamboleo de regocijo de los pechos de Victoria empezó a descomponerse el espectral prisma de tal imagen, pasaron varios japoneses retrasados y cuando más próximo estaba hallé la mesita desierta, dos tazas vacías, una con la bolsita de una infusión, un platillo poblado de migas, y un pañuelo arrugado con un pétalo de carmín. Había sido otro de mis espejismos, esas cristalizaciones de mis miedos y deseos, pulsiones y obsesiones.
Como digo, confiaba en no volver a ejercer oficios como el desempeñado cuando conocí a Ángela en el rodaje de Rojo y Negro. El castellano de Laurent Pommer, el laureado cineasta de la suiza francesa, resultó lo bastante fluido para degradar mis servicios de traductor en proveedor suyo de café, coñac o tabaco. Sin dignarse a dirigirme la palabra, restallando sobre las botas el látigo de barato imitador de Cecil B. de Mille, el muy ruin me transmitía sus deseos con la mímica del pulgar, índice y medio que asían una taza, copa o cigarro imaginarios. Por suerte, a las pocas semanas, con las llaves del piso de Ángela en el bolsillo, me sentía como el Julián Sorel o el Eugene de Rastignac de mis traducciones.
Un año después, incluso tras la ruptura, seguía envanecido por la conquista de Ángela. Y ahora también me pavoneaba por la rendición de Victoria. Envié a ésta un WhatsApp para vernos cuanto antes. La música del pub, la tórrida melodía del deseo, había hecho casi ininteligibles sus palabras; creí entender que era una pediatra recién separada. Había recobrado mi libertad de pájaro, el halcón volvía a sobrevolar la ciudad avizorando presas factibles. Aunque Ángela proyectaba el resplandor de su encanto y prestigio sobre sus acompañantes –suponía que a ello se debían la ruptura con sus anteriores parejas, que no resistieron el asedio de otras mujeres, atraídas por el hechizo que había seducido a la novia del país-, yo nunca había necesitado aquella luz indirecta para subyugar a las mujeres.  
                                         
                                                              
                                                                                                               

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