domingo, 10 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Botellón.


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Los alaridos, de malheridos o apaches al ataque, horadaban la noche a puñaladas ciegas, y le abrían heridas como estrellas, orificios, agujeros negros que descabalaban el tiempo. El pandemónium recorría el bulevar a tumbos de borracho. Creo que escribí que el botellón parecía el carnaval de los locos, un motín de energúmenos. Más allá de mi escritura, feroz y furiosa la alegría se desbocaba como una yegua enloquecida en la batalla. Apreté el folio en el puño y lo arrojé al suelo de parquet falso del estudio. Aún ignoraba que no sería un conato del todo baldío la descripción a tiempo real de aquella noche; de hecho ahora, quince días más tarde –después de diez en el pueblo- me encuentro abordándola de nuevo.
Con festejo tan gárrulo los jóvenes renovaban sin saberlo un ancestral rito de primavera. Lo habían convocado por Internet en vez de dejarse guiar por la luna o el humo de las hogueras. Y hasta no hacía mucho, un año, yo mismo, sin duda el celebrante más veterano, me había sumido en el vórtice de aquel remolino, en el seno del maremágnum alcohólico.
Como pájaros negros los ecos de los gritos y las risotadas se desataban en la angosta atmósfera del cuarto; una bandada de cuervos irrumpía en el palomar. Con sus aleteos me dispersaba la concentración, los revuelos me fragmentaban la atención y el discurso mental de la escritura en ráfagas de imágenes discontinuas. Pero también yo bebía, allí solo, desesperado y terminal, tirado y gastado como una chaqueta vieja en el diván. De vez en cuando soltaba el bolígrafo y dejaba caer el folio apoyado en la carpeta, para acariciar a tientas la piel fría, la piel del cadáver de un borracho con hipotermia, de una botella de whisky barato, buscando inspiración.
Tendido de esa guisa en el diván figuraba la imagen del navegante que en un esquife a la deriva por el mar de la mente dejara caer lánguida la mano en el agua, fácil presa para el tiburón de la botella. Después de un año añorando mis viajes alrededor de la noche, aquellas expediciones de cazador a través de la selva de neones y percusiones, ahora que como un nadador orgulloso de sus facultades bien podría zambullirme de nuevo en sus aguas bravas, volver a abalanzarme a la calle resplandeciente de promesas y oportunidades, me retenía en casa una tristeza sin motivo, al anhelo de ciertos domingos, mi típica nostalgia de nada. O tal vez sí de algo.
Porque en vez de merodear por alguna de aquellas adosadas cuyos porches guardaban el orden de la vida del hombre medio –un columpio pendiente del castaño enfermo, el eco de la retransmisión de un partido de fútbol, el aroma del café-, hubiera querido rondar el cubo de cristal y cemento, granito y basalto, que había sido mi hogar el último año. Me sorprendí echando de menos a Ángela. Pensé en ella tal y como había pensado hasta hacía diez días, antes de nuestro nefasto aniversario.
Me sobrevino su imagen previa a nuestra guerra secreta, por una parte su imagen cotidiana y por otra sus sucesivas caracterizaciones en la escena y la pantalla, y resultó una Ángela ideal, idealizada y sublimada por un amante inmaduro, un adolescente, una Ángela destilada de su imagen pública y de todos aquellos personajes, quintaesenciada por la sucesión de sus apariciones y de heroínas incorporadas  por ella, o más bien todo lo contrario, aquella Ángela resultante de aquel proceso de maduración estaba integrada por lo que había sido común a todas sus representaciones y composiciones actorales, la personalidad inmanente a todas ellas, el carácter propio que ella había proyectado en sus personajes.
Tal construcción mental pudo ser obra del alcohol; procedí a servirme otra copa. Y justo entonces aquella Ángela se volatilizó. Pues la visión de todas las hojas y bolitas de papel que a falta de papelera inundaban el suelo como un parque en otoño o una pista de tenis, me evidenció que desde que me había instalado allí, por culpa de la confusión que me había infundido la persecución de Ángela, no había logrado escribir ni una frase. Ángela era mi némesis.
La debilidad recién sufrida se debía a que aún no me había readaptado a la soledad. Ésta era aún una amante reencontrada con quien no había restablecido la confianza, la camaradería de toda una vida. Me sentía incómodo con ella, violento, inquieto, incompleto, descentrado, me faltaba algo y se me ocurrían disparates como echar de menos a mi archienemiga.
Planeé arrojar un puñado de arena a su vigilante ojo, oscuro como el vino del mar de Homero, enrejado de soñadoras pestañas, pero que ahora yo veía inscrito en un triángulo divino. Me propuse hacer que se desorbitara al verme emparejado con alguna joven del botellón, como mínimo diez años más joven que ella. Si seguía escrutándome sería porque yo aún no le era indiferente o al menos porque apetecía mi sufrimiento, de suerte que mi placer regurgitaría un escupitajo en aquel ojo nocturno y sanguinolento como un amanecer carmesí despuntando en la tiniebla del odio.
Ya que la batahola de la farra callejera me impedía la escritura, me uniría a ella y me daría a conocer a todas las chicas cuya mirada al vuelo cazara en mí. En su día mi estadística de éxito había sido alta; a la segunda mirada abordaba a la joven de turno y lograba trabar una conversación de cada dos, y consumaba a la primera noche una de cada tres conversaciones. El problema residía en las noches que no pasaba de la primera mirada, pero en aquella multitud me sentía abocado al éxito.
Un triunfo me devolvería la estima y a la mañana siguiente recobraría mi cuota diaria de escritura, dos páginas al día, seguro que escribiría con la facilidad acostumbrada, solo tenía que ponerme a escribir lo que tuviera que escribir, aún no sabía sobre qué pero en verdad era indiferente, igual que no había podido olvidar cómo se ligaba, tampoco habría olvidado los secretos de la escritura creativa teniendo en cuenta que todo se reducía a ponerme a escribir, escribir pura y simplemente lo que tuviera que escribir.
Pero volví a fijarme en todos los papeles arrugados en el suelo y recordé un escrito de Hemingway en el que refería su asombro ante la cantidad de papelitos caídos de los bolsillos de los muertos en combate, cada una de mis bolitas representaba un intento de escritura y yo había tenido que morir otras tantas veces para originar cada uno de aquellos papeles, cada vez que mi escritura fracasara yo había muerto un poco con ella, y si algún expoliador hubiera registrado el cadáver de mi inspiración no habría encontrado nada valioso. Estaba desvariando: me lavé la cara en el lavabo carcelario.
Me planteé llamar a Pedro Hierro, mi viejo compinche ex compañero de pisos, para no tener que emprender en solitario mi aventura de una noche a la ventura. Me refrenaban el inevitable recuento, por su parte, de sus farras del último año, el infinito desfile de bellezas que en la penumbra de sus fantasías y de su dormitorio habrán pasado por su mente o por sus manos, el despilfarro de mis limitados recursos al invitar a semejante tacaño, y sobre todo la exhibición del fracaso de mi relación de pareja ante quien me la vaticinara con vehemencia. La última vez llegó a decirme que me engañaba a mí mismo y a Ángela porque mi soltería era inviolable y mi tendencia al caos incurable.

                       
                              
                                                                                                    
                                                                                                                           

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