martes, 12 de febrero de 2019

EL ASEDIO: La risa del conejo.


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A mí mismo me extrañaba tal resistencia a reanudar mi existencia previa al conocimiento de Ángela. Prolongaba mi confusión el aquelarre multitudinario de la calle con que los jóvenes conjuraban a espíritus que arrasaran la ciudad de sus mayores, si es que los presentes no eran ya los vengativos espectros invocados a punto de acometer el saqueo. Para aclarar ideas me serví otra copa. Con el nivel de whisky en la botella, cada vez menos malo y barato, iba descendiendo lo que de cordura quedaba a la velada.
Me había desterrado de mi propio pasado, o mucho peor, ahora que se me permitía volver, aunque a disgusto me encontraba en un país hostil, no me apetecía regresar a casa. Y entonces me pareció que por el bulevar descendía una riada que arrastraba aquellas voces como patéticos enseres, los gritos pertenecían a los engullidos por un remolino, las camas con los cuerpos de aquellos vociferantes adolescentes enzarzados en sus primeros amores surcaban a la deriva los ríos de las calles.
Derramé la mitad de la copa; un oleaje agitaba la superficie del whisky: mi desequilibrio. Beber no me estaba sirviendo de nada. Y quizá sería contraproducente mezclar la bebida con el ansiolítico. Cada vez tenía más claro que solo encontraría la paz en el cuerpo de alguna bella desconocida, pero ahora me faltaba la decisión de salir a buscarlo. Recetado para neutralizar los efectos de mi crónico fracaso literario, tras el éxito de El Centro del Vacío, en puridad ya podría dejar de tomar el tranquilizante diario.
El único problema radicaba en haber cosechado el éxito por persona interpuesta, mediante el plagio de Ángela. Ella se ceñiría los laureles de la crítica, los derechos de autor incrementarían su cuenta corriente, con las alas de la fama impulsadas por una corriente de admiración alcanzaría el Parnaso. Porque en cualquier momento, si no lo había hecho ya, ella misma dejaría correr la especie de que Louise Cristal era Ángela Mayo.
En busca de confianza o quizás para hacerme un poquito de daño, volví a echar un vistazo al semanario cultural de El Sol. Mi sucesor en el sillón del director, el chupatintas de mi segundo, no había prolongado mi veto a publicar el ranking de las novelas más vendidas, un escrúpulo que yo sostenía con la coartada de no fomentar el mercadeo literario, pero que encubría mi envidia a los triunfadores.
No dejaba de tener una amarga gracia que justo al dejar de dirigir la revista, en el primer listado de afortunados, una obra del enemigo de los best seller apareciera el tercero, aunque no a su nombre, como si quisiera ocultar el hecho de haber incurrido en la contradicción del éxito.
Aquello era tan dudosamente hilarante que el típico juerguista de mal gusto pareció hacerme cosquillas en el esternón y soplarme el matasuegras de la tráquea, y para aplacar el prurito me puse a reír sin ganas, tal un conejo cercado de perros negros, produje una risa ronca y pedregosa, seca y a la vez húmeda, como un desmoronamiento de guijarros succionados por la marea, un gañido afilado pero también bronco, cavernoso, gestado en el esófago y filtrado por el píloro, un sibilante estertor amplificado por la caja de resonancia del tórax, un patético cascabeleo de gelatinosa irrisión, en sí mismo risible, por momentos parecía que una arpista enloquecida, borracha, extraía paroxísticos acordes de mis cuerdas vocales, hasta que de mala gana prorrumpí en carcajadas como ladridos, negras risotadas que aletearon por el cuarto como urracas o cuervos graznando, con humedad de sollozos en aquellos estallidos se calaba una honda pena, un cascado regocijo autodestructivo, una complacencia en la aniquilación propia que contenía la inabarcable desesperación de una alegría malsana, la sarcástica ironía de una calavera chasqueando con la mandíbula articulada. Y aquella burla de la vida y de mí mismo fraguaría en un episodio acorde con su carácter.
A la página siguiente de la actualidad literaria me encontré con los anuncios de saunas y masajes. ¿Acaso no era la literatura comercial una dama que vendía sus gracias al mejor postor? Aunque nunca había tenido que recurrir a ello, lamenté que mis menguados recursos no me permitieran requerir tales servicios para consternación y escándalo del ojo divino, para escarnio y escarmiento de Ángela. La significada activista en pro de la desaparición del viejo oficio a través de su mirada omnisciente tendría que presenciar la celebración de una de aquellas transacciones.
Y como una planta venenosa en mi mente germinó la semilla de una idea diabólica.

                       
                              
                                                                                                                                                                                          

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