viernes, 8 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Un espía.


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-¿Diga?... No le entiendo… ¿Puede repetir?
Parecía defectuoso mi tercer teléfono en nueve días.
-Le digo que soy Pérez, de Pérez y Pérez.
-¿Sí?... ¿Quién dice?
-¿No sabe quién soy? Hemos hablado hace un rato.
-No caigo.
-El abogado.
-Ah, sí. ¿Ya se ha puesto en contacto con la Sociedad de Autores?
-Esto,,, Verá…
-Precisamente acabo de ver en el suplemento que yo dirigía que después de una semana a la venta mi novela aparece en el ranking de las más vendidas. En parte me alegro, son muchos años trabajando en ella, pero…
-Señor Leal, lo siento pero me temo que no podemos hacernos cargo de su caso, acabo de hablar con mi socio y hemos acordado no representarlo.
Ahora me trompiqué con la pata metálica de un trípode publicitario imprudentemente expuesto al paso, y para no caer entre la lluvia de trípticos con paisajes marítimos y folletos turísticos, malherido el equilibrio, como si me hubieran acribillado fui trastabillado hasta abrazar un semáforo. Además de amnésico, el estrés me estaba convirtiendo en el peatón más peligroso y accidentado del mundo.
-¿Pero no eran especialistas en los delitos contra la propiedad intelectual?
-Es un problema de saturación. Preferimos no asumir un caso si no estamos seguros de dedicarle toda la atención que se merece. Le agradecemos la confianza depositada, en otra ocasión estaremos encantados de atenderle…
Era el tercer abogado que me rechazaba en circunstancias parecidas. El primero, un experto en la salvaguardia del derecho a la intimidad, había declinado mi defensa tras ausentarse unos minutos de la sala de juntas; la segunda, una joven penalista, ruborizada, me rechazó con amables palabras después de haber sido llamada a capítulo por el director del bufete. A través de alguno de sus múltiples ojos de Argos, gracias a algún dispositivo tecnológico, Ángela me veía ingresar al edificio del letrado de turno y de inmediato contactaba con ellos y los convencía de que no aceptaran mi caso. Lo más humillante era la constancia de que justo entonces ella estaría observándome, podría discernir incluso mis visajes de rabia e impotencia. Miles de Ángelas me escrutaban desde los retrovisores, los escaparates, las ventanas de los pisos. Podía oír el eco de sus gañidos de guasa, de sus maléficas carcajadas a verme tropezar con el expositor de la agencia de viajes. Dediqué al aire un corte de mangas. Un ejecutivo se me quedó mirando y a su vez se topó un par de colegiales.
-Por supuesto, tenemos a su disposición la provisión de fondos, puede pasar cuando quiera –técnicamente no había sido su cliente; así conjuraba Pérez, de Pérez y Pérez, la acusación de deslealtad o prevaricación.
Giré en redondo para recuperar los cien euros de anticipo y detecté a un larguirucho con gafas de sol y camisa hawaiana que de repente se detuvo a admirar la fachada de un edificio modernista y a enfocarlo desde varios ángulos con su teléfono. Al pasar a su altura me fijé en su facha; desmintiendo su atuendo lúdico, parecía un treintañero enfermo del hígado o de literatura. De serlo, sería un escritor existencialista, un híbrido entre Cioran y Beckett, aunque el absurdo de su disfraz más bien recordaba a un personaje del segundo. Su demacrada lividez, el desaliento de sus ademanes, el olor a cirio quemado que acorde con su cérea tez exhalaba, desmentían su actitud de turista. Tuve la sensación de que los cristales tintados de sus lentes ocultaban cuencas vacías. No era él ninguna de mis visiones –nunca son recurrentes-; ya me había fijado en él la víspera, a la salida de uno de los bufetes. Emboscado tras un callejero de tiempos analógicos, me aguardaba en un banco.
Ahora me siguió de lejos, tardé un par de calles en atisbarlo. Solo se dejaba ver cuando quería. A pesar de que su táctica era más discreta, no dudé de que se trataba del sustituto de la pareja estrafalaria, al parecer inseparable en dos turnos. Tal vez la cámara ubicua de Ángela tuviera puntos ciegos.
Los movimientos de éste eran instantáneos y sutiles como una lagartija o sabandija, ágiles, imperceptibles como los de una sombra al viento, un reflejo al sol o un holograma. Aparecía y desaparecía, espiritado, puro espíritu. En apariencia inconsistente y descarnado, irreal y volátil, tenue y leve, susceptible de ser arrastrado como una hoja al menor soplo de viento, presentía yo que por el contrario se regía por una voluntad de hierro, un propósito fijo y ominoso, misterioso pero concreto, una fanática convicción que gobernaba sus movimientos. El escritor existencialista no se suicidaba gracias a su obsesión por la literatura, esa misma literatura que hacía de él alguien irreal, callejeaba sin descanso en busca de un tema. Desde luego no tenía nada que ver con Camus, pero sí con el protagonista de El Extranjero, y no me gustaría representar el papel del árabe por él abatido sin motivo en la playa. Pero tal comparación tampoco era exacta, mi seguidor sí obedecía a la lógica, era un sicario y tenía una misión, algo me decía que absurda o abstrusa, pero misión y al cabo; no era como el otro un descendiente del Lafcadio Wluiki de Los Sótanos del Vaticano, el primer asesino gratuito de la literatura.
Lo temí más que a sus compinches, el dúo aparatoso. A él no se le veía venir y era imprevisible.

                       
                                                                     
                                                                                                                                                    

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