lunes, 4 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Investigado por la policía.



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Una coliflor y tres manzanas coronaban las dos bolsas de papel de estraza. Al mudar de barrio también había cambiado de supermercado. En mi nuevo status, privado de mis privilegios, si por casualidad o por mis frecuentes extravíos me equivocara de calle –como durante un año me había equivocado de vida- y pasara por el barrio de Ángela, me ignorarían los sensores de las puertas automáticas de los delicatesen y templos del gourmet, y aunque pasara a su vera los cristales permanecerían insensibles a mis ávidas miradas. Ya no era un gato doméstico; ahora tenía que alimentarme de mi orgullo.
Así que me hice habitual de un súper de precios populares sito en el bulevar, cerca de mi nueva sede. Pero aquella tarde tuve que acarrear una dificultad más seria que el peso de la compra siete pisos arriba, sin ascensor. Abonada la cuenta, antes de alcanzar la salida me salió al paso un tétrico y truculento moreno de tez aceitunada y parche en un ojo, que extendiendo la siniestra y sin mover los labios, por la comisura de ese lado musitó una letanía de corrido, y denegando con la cabeza para esquivar a aquel menesteroso, supuse que uno de los pedigüeños que cada vez mejor vestidos y acicalados, casi metrosexuales, ornan las esquinas, me hice a un lado.
-Por favor, venga por aquí –ahora me pareció un encuestador; de no ser por su tono funerario lo habría tomado por un vendedor deseoso de guiarme al stand. Al fijarme en él con más atención vi lo generoso de mis apreciaciones. La espalda cargada, el tupido vello de los brazos y del nacimiento del cuello, la separación excesiva entre la nariz y la boca, lo acercaban a la especie de los primates.
-Será mejor que no ponga dificultades. Acompáñeme.
El vistazo al carnet plastificado inserto en la cartera instantáneamente abierta me hizo consciente de la verdad. Volvió a extender la mano a la izquierda, mostrándome el camino. Obraba con discreción, consciente de su vil condición. Por la derecha surgió la inevitable pareja, otro moreno más joven, erguido pero igual de rígido, con idénticos rasgos parecidos a boyas vacilantes sobre una superficie traicionera, y con otro polo verduzco mosca, parecía el hermano menor, la versión mejorada del primero antes de ser corrompido por el ejemplo del mayor. Enmudeció el hilo musical; la promotora  de chocolatinas abrió de par en par los ojos y la boca; se volvió el cajero, en la detenida cola se plegaron ceños y crisparon mejillas. Me dejé conducir entre ambos hacia una puerta entreabierta a un modesto despacho, seguramente del gerente. El más joven entró el último. Hicieron a los lados las dos sillas de los visitantes y conmigo en medio nos quedamos ante la mesa, por lo que no nos mirábamos de frente. El mayor me escrutaba con la mirada sesgada de su ojo único. Allí adentro siguió hablando como un ventrílocuo, como si a través de la garganta y de la caja de resonancia del tórax sonara una grabadora:
-Está usted siendo investigado por un robo en este local. Vamos a proceder a registrarlo. Deje las bolsas sobre la mesa –al callar tenía la costumbre de cloquear con la epiglotis: la tecla de apagado de la grabadora.
-Debe de ser un error –la situación era tan irreal que no hallé otra defensa, y en vez de una rectificación aguardé el clic del encendido.
-En la grabación de la cámara aparece alguien clavado a usted guardándose en el bolsillo una lata de caviar. Le aconsejo que colabore –encontré una línea de defensa, esta vez no sonó la tecla:
-Oiga, aquí ni siquiera hay caviar auténtico… Aunque desde hace poco, los cajeros me conocen…
-Precisamente por eso.
El mudo se puso a descargar una bolsa y para mantener la dignidad yo mismo lo hice con la otra. La mesa, por lo demás vacía, pronto empezó a parecer un puesto ambulante.
-¿Tiene el ticket?
-¿También se supone que esto lo he robado?
-Vacíese los bolsillos y ponga todo aquí encima.
Él se ocupó del resto de la otra bolsa. Ocluí la compuerta de los labios para obstruir la corriente de protestas y acabar cuanto antes. Deposité en la mesa el contenido del bolsillo izquierdo: el cadáver de un pañuelo de papel usado, una pelusa larvada, un extinto bono de bus, un caramelo de eucalipto, el tintineante manojo de lleves, el ticket de compra y un papelito arrugado con las notas tomadas al vuelo para un relato nonato. Mientras que con la actitud de un comprador desconfiado el joven cotejaba el ticket con los artículos de la mesa, el otro intentaba descifrar mis apuntes.
-Es la lista de la compra –le dije, para un policía no hay nada tan sospechoso como la literatura. Creyó que entrecerrando el ojo descifraría mi letra.
-Aquí hay indicaciones muy sospechosas: “Quitar el dinero”… “Eliminar esto”… -renuncié:
-De acuerdo, es el plan de…
-¿Un robo?      
Estuve a punto de concederle que no escribí el cuento porque el argumento se parecía demasiado a uno de Chejov. Desviaron su atención unas hebras de tabaco adheridas al papel, que husmeó a conciencia. Impulsado por un movimiento en falso de su compañero, un tomate rodó por la mesa y con el sordo estampido de un fruto maduro caído del árbol reventó en el suelo.
-¿Y estas llaves de qué son?
-¿Usted qué cree? Pues de casa, del coche, el trastero…
-¿Y esta antigua y medio oxidada?
-De una casa vieja –entretanto el joven fiscalizaba mis compras: hizo sonar como un sonajero la caja de cereales, miraba al trasluz los botes, incluso peló un plátano. Y luego volvió a revisar el ticket.
-¿Qué dirección tiene?
-Es un pueblo perdido, no vamos nunca.
-¿Y por qué la lleva encima?
-Es una especie de talismán, una cuestión sentimental.
-Aquí esto no concuerda –la voz del hermano pequeño era, más que chillona, incisiva y aguda, fría y afilada como la hoja de un cuchillo. Le indicó al mayor que en el ticket no aparecía la lasagna que ya goteaba en una esquina de la mesa. Cuando éste le hizo saber que constaba como ultra congelado y dejó de haber un motivo real para la investigación, me sentí en el interior de El Proceso, de Kafka.
-El otro bolsillo.
Mi tenso puño dejó caer en la mesa el resto de una tableta de pastillas, un botón descosido y otro de repuesto envuelto en plástico, un envoltorio de chicle, un céntimo, un mechero de plástico rojo cereza y la tarjeta sanitaria. Del bolsillo interior de la americana extraje el carnet de conducir y el de identidad.
-¿Es que no lleva teléfono?
Iba a replicarle que lo tenía intervenido pero fue más rápido.
-¿Y tampoco cartera?
Escandalizados, aquellos sabuesos dedicados a proteger la cartera de los potentados no podían admitir que nadie en su sano juicio renunciase a llevarla.
-Ni siquiera me han pedido que me identifique. ¿Qué clase de policías son ustedes?
-Lo conocemos perfectamente, puede estar seguro. ¿Y estas pastillas para qué son, para una noche de juerga? –la temperatura corporal me subió, la rabia ya borboteaba de la caldera de mi ánimo.
-Todo lo contrario: son tranquilizantes. Las llevo por si me topo con algún policía impertinente. Voy a tomar una.
-Quítese la americana.
-Por si quiere saberlo, no llevo tabaco porque se me ha terminado.
-Los zapatos fuera.
Por suerte eran de lengüeta y no tuve que agacharme para quitármelos. El joven se lanzó a husmearlos como un perro.
-¿Quiere también los calcetines? Le advierto que son de ayer.
-Ahora los pantalones y la camisa.
-Esto no va a quedar así.
-Desde luego que no, ahora viene lo mejor. Desnúdese de una vez y ponga los brazos en cruz.



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