miércoles, 6 de febrero de 2019

EL ASEDIO: El Jefe de Policía


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Perseguido y traicionado, vilipendiado, vapuleado –flagelado por las lenguas de la calumnia y las colas demoníacas del infundio-, coronado de oprobio y clavado en la injusticia, invitado a probar el vinagre de la más agria amargura, en mi viacrucis había sufrido la persecución de aquellos dos dignos sucesores de los centuriones. O más bien sicarios de Herodes, que en bandeja de plata sirvieran mi noble cabeza a la nueva Salomé. No en vano Ángela había bailado la danza de los siete velos en una adaptación televisiva de la Salomé de Wilde.
Aunque no soy un hombre de acción  y antes de que llovieran palos y pelotas o se adensaran los gases me escabullía, hasta hacía poco había engrosado manifestaciones anti sistema y protestas de okupas, y una vez hasta me encadené con otros siete a la puerta de una vivienda embargada por un banco, así que a la salida del supermercado solo tuve que renovar mi odio a tales perros amaestrados por los potentados, los policías, azuzados por los ricos contra quienes cuestionan sus privilegios.
La reconstrucción de tal relato me hinchió el pecho de orgullo, de algún modo justificó mi ruina personal y como el soldado condecorado por una herida encontré cierta nobleza compensatoria en tanta miseria y desgracia. Ebrio de ira no miré si me seguían la grotesca pareja de espías, el forzudo y el esmirriado de americanas circenses. Seguirme a todas partes no constituía un delito y no podía esperar protección de la policía. Al menos no habían vuelto a atacarme.
No podía desfogarme con nadie ni aliviar en los hombros de ningún compañero solidario el peso y la opresión de mi enfado. Nadie me prestaría el consuelo de un pañuelo ni me acogería en su pecho. Ni siquiera tenía un perro al que propinarle una patada. En una semana solo había obtenido de mis llamadas a mamá la seguridad, transmitida por su compañera de piso y trabajo, de que se encontraba bien y que me llamaría en algún hueco de su turno de guardia.
Atropellado por la policía y por los nervios, di un traspié y, ocupadas las manos por las bolsas de la compra, descargué todo el impulso de la caída en la rodilla derecha contra la acera. Un servicial albino o pelirrojo rapado se puso a recoger naranjas y manzanas rojas. Aún a gatas también yo me puse a acopiarlas, y con la rótula dolorida el chirrido de los frenos de un coche patrulla sonorizó mi queja. Por un momento creí que la pareja de hermanos o lo que fueran habían obtenido del juez una orden de captura exprés contra mí.
A la altura de un restaurante de lujo saltó el conductor a abrir al que resultó un conocido, hasta hacía bien poco de la familia, mi suegro León Mayo, el arrogante Jefe de Policía. Envarado en sus entorchados como si se hubiera tragado la escoba con la que había barrido la escoria de la provincia, transitó por la alfombra roja de entrada a un paso que recordaba el deslizamiento de un muñeco sobre sus ruedecillas o un patinador tras su ejercicio orgulloso de haber obtenido la más alta puntuación. Tal vez por la asociación con el dolor de otra extremidad, recordé el día que Ángela me presentó a aquel tipejo, su padre, también en un restaurante de tenedor de oro. Porque al estrecharme la mano con su maza el gerifalte de corpachón rutilante de hebillas y enseñas, de correajes y condecoraciones, con una sórdida y sádica sonrisa en la mandíbula de bulldog, sentí que no solo me crujían falanges y nudillos, sino que me oprimía la muñeca una presión fría y metálica parecida a la ejercida por unas esposas. No probé los entrantes intentando activar la circulación de la mano masajeándomela bajo la mesa.
El albino retomó su camino, sin haberse interesado por mi estado ni dirigido la palabra ni una mirada cuando le agradecí su ayuda, me había contagiado una gélida incomodidad, un extrañamiento raro. Resultaban inquietantes su falta de cejas, su frialdad de anfibio. Habría preferido que no me ayudara. Recordé que, más allá de sus habilidades de hacker, Ángela me espiaba con tecnología policial. Y a través de las esquirlas del sol filtrado por la copa de un castaño me hirió la vista el rayo de la certeza de que con la connivencia de su padre, igual que en comisaría se habían negado a tramitar mis denuncias contra ella, Ángela me había soltado a aquellos dos canes del supermercado.

                       
                              
                                         
                                                                                                                                   

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