lunes, 18 de febrero de 2019

EL ASEDIO: Segundo mail a Kafka.


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De: Felipe Leal.
A: Franz Kafka.
Asunto: Un extraño amor.

Estimado Franz: voy a darte celos. Estos días estoy volviendo a intimar con el verdadero amor de tu vida, aquel que no te ha correspondido tanto como hubieras querido, aunque tu sed de ella es insaciable, la soledad. El primer amor pero también el último, el de los adolescentes y los moribundos, sobre todo el amor de los escritores. El amor por todos y por nadie. Ella es la madre de la imaginación y de la memoria, sus hijas más bellas, y hermana de la vida más intensa, la ficticia.
La descubrí aquí, muy cerca de donde te escribo, hace muchos años. A mis quince, en un momento dado el verano dejó de ser eterno, lejos del colegio y en el centro del desierto de julio, las horas dejaron de arrastrarse como lagartos por la arena para un niño que no tenía compañeros de juego. El abuelo era taciturno, leía –prensa- y paseaba solo por el campo o se refugiaba en la taberna, y hasta septiembre mamá trabajaba y solo venía de la ciudad los fines de semana. El tiempo dejó de ser un pellejo huero y hueco, un cántaro horadado, para cristalizar en una preciosa vasija veneciana donde ahora se destilaba la quintaesencia de los sueños.
La soledad se hinchió de fantasías eróticas y románticas, de las primeras lecturas –Poe, Hugo, Defoe-, y de la escritura rudimentaria de inaugurales poemas, otra versión de los primeros placeres solitarios. La nueva armadura ósea de mi cuerpo, ante la que me ensimismaba en el espejo, parecía la estructura de inéditas construcciones mentales. Empecé a afanarme en ellas con la misma concentración e intensidad que ahora estas páginas. Si me autorizas, incluiré estos mails en el texto. Con tus respuestas seré más discreto; hoy día tu pluma se cotiza muy alto.
De no haber vuelto al pueblo, en mi estado frenético difícilmente la escritura me habría sido posible. De algún modo en la casa el abuelo vuelve a estar presente –nunca se ha ausentado-, en el porche puedo escuchar los chasquidos de la mecedora o los crujidos del periódico, su sombra sin cuerpo crece cada día, y a veces mis visiones me infunden la ilusión de su imagen, incluso algunas tardes he sentido el frescor de otra sombra, la abuela; sombras proyectadas por el ciruelo y la higuera, que los representan a ambos. Y el perro de ahora se funde con el de entonces, con su discreta presencia intensificando más que atenuando la soledad benéfica. Tú nunca habrías tenido un perro. Debido a tu afición a empequeñecerte te imagino acompañado de mascotas diminutas, una ardilla, un hámster, algún roedor. ¿Quizá una rata como Josefina? Os entenderíais bien: habláis en el mismo idioma, un idioma que nadie más conoce.
Como te digo, he retomado mi relación con la soledad. Es como si a mis cuarenta volviera a acostarme con mi primera mujer. Después de la timidez inicial ya nos tratamos con la confianza y el conocimiento mutuo de amantes cómplices. Y al cabo de tantos ataques y persecuciones me he entregado a sus lánguidos brazos, a su regazo, con absoluto abandono.
Soy consciente de que debía cambiar de táctica, elaborar un plan, irme de aquí porque pronto se me acabará el dinero. En el pueblo solo hay presente y pasado, ni siquiera Salus (su oronda sombra discurre por la pantalla), que tiene tantas ganas de conocerte, tiene futuro. Pero me pasa como a ti, no me decido por nada, solo puedo bajar la cabeza y seguir escribiendo, me siento abocado a la inmovilidad. La acción, con sus infinitas posibilidades, me provoca incertidumbre, indecisión, parálisis. También yo odio hacer planes, no tengo perspectivas y solo avanzo en este escrito.
Escribiendo por las mañanas, leyendo por las tardes, recordando por las noches, el tiempo se me ha vuelto ancho y profundo, cristalino y puro, caudaloso, irisado de reflejos –recuerdos- como el incontaminado río de una selva secreta. Con Ángela solo exprimía ratos perdidos, tiempos muertos, para la escritura. Me copaban las obligaciones de la redacción, las responsabilidades y los compromisos sociales. Tampoco tú querías ver a nadie, cómo te comprendo ahora, Franz. Las visitas te eran insufribles. Por suerte aquí son impensables. Me visitarán una sola vez, la última, cuando alguno de los agentes de Ángela o de la policía me encuentren aquí.
Como si fuera un omnipresente sirviente, el genio de la lámpara maravillosa, ahora dispongo de todo el tiempo a mi disposición: envídiame. Por mucho que tendieras a ella, en el fondo sabías que la vida en pareja te era inviable. El matrimonio (y el consumo de carne) te parecía propio de los vitalistas. Igual que la flecha que en el sofisma nunca alcanza la diana o tus propios personajes, que por más que ansíen arribar al Castillo a la vista nunca alcanzan su destino, aunque ya se hubiera celebrado el compromiso, nunca llegabas al tálamo. Una actitud tan incomprensible como para los míos mi ruptura con una mujer que me brindaba todas las ventajas y oportunidades. En la comunidad judía incluso se entabló contra ti un proceso por haber faltado a tu palabra a Felice; sin duda que mis problemas con Ángela también se ventilarán en un tribunal.
Lo cierto es que te parecía imposible escribir con nadie delante. No te podrías concentrar con una mujer presente. Una vez que te habías liberado de la férula de tu padre y por unas horas evitado el control de tu jefe en el trabajo, ¿ibas a compartir con nadie el último reducto de tu libertad? Sin duda te espantaba la idea de que cuando al fin, después de otra tediosa jornada en la oficina, te sentaras en el escritorio, una extraña te reclamara desde la cama. Ya ni en tu propia casa a medianoche disfrutarías del silencio, ese silencio que nunca era lo bastante mudo, del que nunca tenías suficiente. También yo he empezado a apreciarlo.
Ojalá hubiera seguido tu ejemplo y renunciado a intentar la convivencia con ninguna mujer. Me habría ahorrado muchos desengaños. Pero también me hubiera perdido la revelación de este descubrimiento. No me hubiera comunicado contigo. No hubiera escrito esta novela; ¿cabe una desgracia mayor? Tenías razón, no se puede compartir con nadie la atención,  la soledad concentra y la compañía descentra, dispersa. Solo es admisible para mostrar por contraste la riqueza y hondura de la inagotable veta de la soledad.
Así me sucedió, aparte de ahora, en mi última estancia aquí. En la primera quincena de septiembre, cuando los lunes el abuelo acompañaba a mamá a la ciudad para someterse a rehabilitación de lo que parecía tendinitis o artritis, y hasta el viernes me quedaba aquí solo, se sucedieron días plenos, preñados de hallazgos, y no fue el menor de ellos, a su regreso, el placer de quedarme los viernes por la noche leyendo en el porche mientras después de la cena ellos dos comentaban los sucesos de la semana delante de la televisión. Lucy, la perra, abandonaba su lugar a mi lado para rondarlos, encantada de reencontrarse con su amo y de festejar a mi madre. Prolongar la soledad de la semana en aquella especie de epílogo significaba que a solas me había encontrado a mí mismo y que la soledad era elegida, voluntaria, no una obligación o circunstancia, sino un destino y una necesidad. Y me encantaba pasar la velada arrellanado en la silla, con la piel de gallina por el frescor, heraldo del otoño, concentrado en la lectura pero sin dejar de percibir el resplandor naranja cálido de la ventana en el porche y el rumor filtrado de los aplausos de algún concurso y de las conversaciones de ellos, junto con la ausencia de Lucy, novedades respecto a los días  previos.
En tales casos me acariciaba el esternón la misma enfermiza voluptuosidad que debió sentir Wakefield, el personaje de Hawthorne –junto con el Bartleby de Melville, uno de tus precursores, Franz-, cuando se asomó a la puerta de su hogar, abandonado por él tantos años antes para mudarse a la calle de al lado. Me parecía asistir de incógnito o espiar la cotidiana escena de una familia de la que yo ya no formaba parte, no cabía que entrara a participar porque estaba excluido, era como si ya no existiera, igual que si hubiera desaparecido hacía mucho tiempo y los míos se hubieran habituado a no contar conmigo, a recordar cada vez con menos frecuencia mi atenuada figura, sí, ya había muerto y paulatinamente como un espectro me desmaterializaba en su recuerdo y los silencios provocados por mi evocación eran cada vez más cortos, y del mismo modo que ahora el abuelo levemente se deja notar en el porche, también mi espíritu volvía allí a hacer lo que más le gustaba, y pronto Lucy se pondría a aullar detectando una presencia extraña, pero si yo había vuelto a aquel futuro del que no participaba no era a espiar a los míos sino a protegerlos, a guardarlos de algún visitante malintencionado o a inspirarles alguna benéfica idea. En definitiva, Franz, igual que entre los tuyos, y especialmente ante tu padre, tú tendías a empequeñecerte y amilanarte, sin dejar de amarlos, yo me hacía la ilusión de desaparecer. Para mí la soledad era desaparición. Aspiraba a desvanecerme, esfumarme. Nadie podría entenderme mejor que tú. Porque aunque te tenga por un joven responsable, apenas has salido de Praga y, sobre todo, estás lejos de fumar, puedo imaginarte, en un momento de desesperación, diciéndole a Felice que te vas a por tabaco.
Lo que ya es inimaginable es que lo hicieras para irte con otra.


                      

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